“Buscadme en el aire”
Que doloroso resulta este momento para todos aquellos que fuimos tocados esperanzadoramente por los hechos y decires del presidente Chávez.
Sin poner en duda el acoso desestabilizador de la oposición, ni su servicio instrumental a los intereses de EEUU, debe reconocerse la catastrófica deriva que el gobierno de Maduro representa en la actual coyuntura, toda vez que ya desde hace rato afloran voces discrepantes sobre su gestión desde las propias filas revolucionarias y que difícilmente pueden tildarse de “escuálidos vendepatrias”. Ejemplo suficiente son los nombres del exdirector de Inteligencia Militar y exministro del Interior, Miguel Rodríguez Torres, y la todavía fiscal General, Luisa Ortega, quienes respectivamente han planteado claros cuestionamientos a los alocados tumbos que se determinan desde Miraflores.
Pero la tristeza del momento no es solo ni mayormente por la refriega que ya se da dentro del propio establecimiento del gobierno. Lo peor es el abandono lacerante en que se relega una vez más a las víctimas de los graves atropellos, que desde mucho antes de la actual encrucijada, han cometido los organismos de seguridad venezolanos. Muchas de esas víctimas son gentes que atisbaron en la Venezuela alumbrada por Chávez, un alivio a la persecución y a la pobreza que padecían en Colombia. Gentes que sortearon la frontera con anhelo de refugio buscando la paz y la justicia que se les negaba en su propia patria. Gentes exiliadas que hoy vuelven a ser despojadas de toda protección y garantía de sus derechos, vapuleadas por la puja de poderes que atienden prioridades de la alta política pero que son insensibles al drama humano de las gentes comunes.
Lilia y Juber ciudadanos colombianos desaparecidos en Táchira, Venezuela, encarnan una de esas historias marginadas por el debate entre las ideologías en pugna. Ellos llegaron a establecerse allí en 2010, convencidos de las bondades que les ofrecería la prometedora revolución bolivariana. En junio del 2013, justo hace cuatro años, fueron arbitrariamente sacados de su casa y desaparecidos por un comando de la policía judicial CICPC. Desde entonces sus hijas han emprendido una búsqueda a contraviento, enfrentando no solo la humillante negligencia de funcionarios que parecieran obedecer a una ineficiencia programada con el fin de cerrarles el camino hacia la verdad, sino también al temor confeso de agentes fiscales que les han reconocido, en voz baja, la peligrosidad de la trama delincuencial que desde el propio CICPC aparece como responsable de torturas, desapariciones y homicidios, y que sin duda está relacionada con la suerte que corrieron sus padres, Lilia y Juber.
La brega de esta familia, aupada por amigos y algunas organizaciones defensoras de derechos humanos, ha alumbrado con valor la oscura zona en que se ampara la criminalidad de este cuerpo estatal armado que no ha podido ser intervenido radicalmente desde el gobierno bolivariano (ni siquiera en tiempos de Chávez) y que aún actúa con el poder y la saña con que lo hiciera la antigua PTJ. Hace más de 1 año que las hijas de Lilia y Juber hicieron llegar los pormenores de este caso ante el despacho de la Fiscal Luisa Ortega, esperando que con la información provista, ella misma removiera la espesa intransigencia que han mostrado sus subalternos (de 8 fiscales que ha tenido el expediente, solo uno logró avances significativos). Inexplicablemente no ocurrió nada, y la investigación del caso sigue exponiendo una amplia gama de dilaciones e irregularidades.
La fiscal Ortega ahora es objeto de ataques por parte de los defensores acérrimos del gobierno de Maduro por abrir investigación a un oficial de la GNB, presunto responsable en las muertes de opositores, y por denunciar la ruptura constitucional que pretendió el Tribunal Supremo usurpando funciones de la Asamblea. Esto podría explicar su falta de acción directa en la investigación de la desaparición de Lilia y Juber (y en otros casos de especial gravedad), y dar una idea de la inmensa dificultad que le entraña a ella misma emprender actuaciones que desvelen la ejecutoria delincuencial de agentes estatales en contra de personas inermes, ubicadas en zonas particularmente complejas, como la frontera con Colombia.
Ya las hijas de Lilia y Juber han tenido que soportar prejuicios similares. No ha faltado quien les requiera “credenciales” revolucionarias para darles su apoyo a la causa para encontrar a sus padres, ni quien interprete la denuncia del cuerpo policial involucrado en la desaparición, como una indeseable noticia para la buena imagen del gobierno de Maduro y del proceso revolucionario.
Mala está la cosa cuando se considera contrarrevolucionario todo planteamiento que abogue por el derecho básico de las víctimas (cuya primera consigna es la justicia y no el atrincheramiento en la defensa de una gestión de gobierno). Muy mala está la cosa cuando algunos voceros del gobierno bolivariano son insensibles a la dolorosa situación de una población que en frontera es atenazada por munición de todo pelambre, incluyendo las armas activas que en nombre del propio estado, dejan su estela de violaciones y muerte entre los más humildes.
Ante la sordera del mundo y la mezquina politización sectaria de su clamor, a las hijas de Lilia y Juber solo les resta escuchar el llamado de sus seres robados para que se sepa lo que muy pocos quieren saber: que la desaparición forzada también asola a Venezuela. También para que se les busque más allá del tangible mundo donde imperan los reduccionistas posicionamientos de combate por el poder.
Como aquél ángel sin suerte que nos habla a través del poeta Alberti:
“Lo que nadie sabe:
tierra movediza
que no habla con nadie.
Buscadme en el aire.”
*Cantautor en el exilio