Cárceles: la solución inútil
“Las políticas de mano dura no han servido en ninguna parte”. Héctor Sánchez Ureña, experto costarricense en ejecución de pena del sistema penitenciario, fue muy contundente durante el Congreso Internacional sobre Sistemas Penitenciarios y Carcelarios celebrado en Cali a principios de agosto. “Lo único que consigue la ‘mano dura’ es aumentar la población penal, multiplicar los delitos, deteriorar a las personas, destruirlas… y no logra eliminar el crecimiento de la delincuencia”. Sánchez Ureña advierte que la criminalidad es un “fenómeno complejo” que no se puede abordar sólo desde lo penal. Colombia es un ejemplo de ello.
El asesor penitenciario de la Procuraduría general de la Nación, Juan Guillermo Sepúlveda, advierte que una de las asignaturas del postconflicto es pensar en una justicia diferente que pase página a la actual, “que perpetúa el 99% de impunidad”. Y, algo más… porque a finales de julio de 2017 el sistema carcelario del país estaba a estallar con un 48,2% de hacinamiento y unas condiciones que, en muchos casos, son violatorias de los derechos humanos fundamentales. Donde, en teoría, hay plazas para 78.782 personas privadas de libertad se amontonan 116.773. De estos, el 32% (37.442 personas) están a la espera de juicio y, de ellos, 4.521 llevan más de tres años en ese limbo y 12.003 aguardan entre rejas y hacinados entre 11 y 35 meses.
Sepúlveda apuesta por potenciar en el postconflicto la justicia restaurativa, que ya es una herramienta legal en Colombia ya que en el Código de Procedimiento Penal se incluyó esta opción (del artículo 518 al 527). Para el sistema colombiano, la justicia restaurativa es “todo proceso en el que la víctima y el imputado, acusado o sentenciado participan conjuntamente de forma activa en la resolución de cuestiones derivadas del delito en busca de un resultado restaurativo, con o sin la participación de un facilitador”. El asesor de la Procuraduría cree que esta justicia restaurativa, que casi nunca precisa de la privación de libertad carcelaria, es aplicable al 70% de la población carcelaria del país.
La realidad del país es que el Código Penal es un campo de acción de los partidos políticos al albur del clima en la opinión pública más que un marco democrático para prevenir y sancionar el delito. Según el libro La proporcionalidad de las penas en la legislación penal colombiana, entre 2011 y 2016 se han aprobado 53 leyes que han modificado el Libro III del Código Penal, que es el que contiene el catálogo de conductas punibles). Esas reformas, en su mayoría (45), no han tenido que ver con el conflicto armado y casi siempre ha supuesto un aumento de los tipos de delitos y de las penas de cárcel. Un ejemplo de la ‘inflación penal’ que vive el país es que entre la redacción original del Código Penal (Ley 599 de 2000) y 2016 se han insertado 177 nuevas hipótesis delictivas y las penas han aumentado de forma significativa. Mientras en el año 2000, el 80% de los delitos tenían asociadas penas que iban de la multa a los 11 años de cárcel; en 2016 ese mismo porcentaje de delitos llega a penas de 19,5 años.
Los autores del libro, Ricardo Antonio Cita Triana e Iván González Amado, creen que “lo único que podría deducirse de las reformas penales [ocurrida en estos 16 años] es que el legislador actúa reactivamente ante circunstancias coyunturales y por ende basa el aumento de penas, el endurecimiento de la reacción penal y la ampliación de los tipos penales, en meros criterios retribucionistas, aun cuando la mayoría de las veces se esgrimen fines de prevención general. Lo malo de ello no es que se aumente la sanción con el mero criterio de retribución; lo que sucede es que no se abre el debate a la discusión democrática sobre el tema, porque se pone el énfasis –en las pocas veces en las que se hace– en la necesidad de aumentar la pena como forma de prevención de la conducta o mecanismo para atajar el incremento de las conductas, y no en el sentido y alcance de la retribución punitiva y las condiciones específicas en las que un determinado incremento pueden significar una ‘retribución justa’ a la conducta delictiva, como lo exige el Código Penal en su artículo 4”.
Menos cárcel, más alternativas
El procurador del Estado de Ceará (Brasil), César Barros Leal, también participó en el congreso organizado por la Facultad de Humanidades de la Universidad Autónoma de Occidente (UAO), Human Rights Everywhere (HREV) y la Universidad de Antioquia. Él defendió con vehemencia la vigilancia electrónica de aquellas personas que, debiendo cumplir una pena, no tendrían por qué entrar a un establecimiento penitenciario. “El Estado, además, paga para mantener personas en la cárcel que no deberían estar allí. La vigilancia electrónica reduce sustancialmente la sobrepoblación [carcelaria] y el hacinamiento». En Colombia, a día de hoy, sólo hay 3.371 personas vigiladas electrónicamente, una cantidad mínima si se tiene en cuenta la población carcelaria y se suman las 58.805 personas que cumplen penas domicialiarias.
Héctor Sánchez Ureña insiste en que “en Latinoamérica hemos apostado por encerrar a alguien por robarse pasta de dientes en un supermercado. Eso no puede ser”. El experto costarricense cree que habría que mirar a culturas judiciales como la holandesa, “donde entienden que la cárcel es para la minoría”.
El debate se reabre de forma permanente, aunque no se haya avanzado mucho en los últimos años. La Corte Constitucional, al menos en 3 ocasiones (1998, 2013 y 2015) ha declarado el sistema penitenciario del país en “estado de inconstitucionalidad” pero los cambios exigidos, tanto en el sistema de persecución criminal como en los centros de reclusión no han llegado.