“…jamás fue la salud más mortal…”
Puestos los ojos con pavor a dos palmos de nuestros propios zapatos y concentrada la atención en cuidar celosamente el perímetro marcado por la medida protectora de un metro a la redonda, pareciera que cesa de sopetón la mirada crítica sobre añejas y vigentes enfermedades del mundo.
El nuevo mandato de aislamiento y fronterización del feudo individual y familiar provocado por el Covid-19, ha sido acatado por la mayor parte de la población mundial con la peligrosa velocidad que caracteriza a las hordas desatadas por el pánico. La ausencia de una reflexión crítica y pausada acerca de las consecuencias que esto conlleve para el futuro cercano en la vida diaria de las personas, puede ser aún más devastadora que la calamitosa expansión del virus.
Se evidencia frágil nuestra capacidad para mantener el pulso a los poderes fácticos que de tiempo atrás ya producían escenarios igual de amenazantes para la supervivencia de la especie humana: guerras calculadas, muros asesinos, liderazgos histéricos investidos de supremacismo y xenofobia, economías depredadoras, groseras inequidades, consumismo pueril, erosión espiritual, sistémica corrupción institucional y una abultada lista de aspectos activamente instalados al centro del debate sobre la situación límite para la vida humana y la responsabilidad que en ello atañe a la superestructura política y económica que rige el ordenamiento social en el planeta.
Independientemente de si el virus es resultado de una ingeniería conspirativa desde subterráneos laboratorios o si corresponde a uno de los atajos que la naturaleza ha tomado para sacudirse el nocivo intervencionismo humano, la cuestión real es que su aparición ha dispuesto un escenario perfecto para la reconfiguración de poderes y la actualización en los dispositivos de control ciudadano en el planeta, teniendo como correlato, el aplazamiento sin término de la sanción social y la aplicación de justicia a los responsables de la debacle que ya vivíamos, o mejor dicho, que ya padecíamos como enfermedad pandémica.
Al momento de escribir estas líneas, tan solo 12 semanas después de que aprendiéramos a decir Wuhan, la realidad nos retrata como un planeta de familias y gentes que nos hemos encerrado voluntariamente, actuando con obediencia a ese nuevo catecismo que nos ordena ejercer como centinelas de nuestro propio pedazo de aire, vigilantes del acecho de un enemigo invisible y real, al que anteceden estadísticas aterradoras de personas contagiadas y fallecidas.
Y, ¿qué de aquellas patologías ya desde antes descifradas como multiplicadoras de daño y muerte? ¿Acaso ya no operan en su potencia destructora? Por lo menos no debiéramos perder de vista el hecho de que los manuales de superación de la pandemia son redactados desde las mismas instancias que ya eran objeto de cuestionamiento por dirigir a nuestras sociedades a niveles de inviabilidad material y colapso espiritual.
Este inédito momento en que se asimilan sin resistencia medidas restrictivas a los derechos en todo el mundo –en aras de enfrentar la emergencia sanitaria-, supone un aviso de mayores heridas en un país como Colombia, en el que los gobiernos se han distinguido históricamente por la toma de decisiones ajustadas a favorecer sistemáticamente los intereses de unos pocos a costa de la desgracia de muchísimos muchos.
¿Qué motivo tendríamos para confiar en que un Estado como el colombiano, responsable en la creación de una crisis humanitaria tan profunda, persistente en el tiempo y acentuada desde él mismo en sus causas estructurales, pudiera tener suficientes rasgos de idoneidad material y moral para proteger la vida de millones de personas que han sido víctimas reiteradas de sus propias medidas económicas excluyentes y sus políticas represivas, expresión de un ánimo patológico de desprecio a la vida?
La ley 100, por ejemplo, inició hace ya 27 años la era de un floreciente negocio en Colombia que significó la negación del derecho a acceder a la atención sanitaria para quienes no contaran con los recursos que cubrieran las tarifas determinadas por la ruleta del libre mercado. Entonces ¿qué plan de acción para garantizar la protección oportuna y efectiva de la población podrá llegar desde el actual gobierno Duque, ferviente defensor de la economía naranja, productora de bienes y servicios al alcance sólo de quienes ostentan la pertenencia a estratos de cierta capacidad adquisitiva? ¿Con qué sensibilidad este gobierno expresará su empatía con ese 70 % de la población que durante décadas ha sobrevivido desde la creatividad del rebusque y la economía informal, y que se encuentra al margen de un sistema de productos sanitarios, ya de por sí, reconocido en su deficiencia por priorizar su vocación rentística?
Finalmente, ¿qué ocurrirá a partir de ahora con los habitantes de territorios abandonados desde siempre, vilipendiados y agredidos por las propias fuerzas del Estado solo por defenderse y resistir a la voracidad expoliadora de grandes empresas nacionales y extranjeras?
¿Cómo hará este gobierno, parido desde el negacionismo del conflicto y de la crisis de derechos humanos, para atender con medicinas y protocolos de protección anti vírica esos rincones del país, a los que solo ha llegado torturando, desapareciendo y disparando munición contra la gente?
Sin duda es muy peligroso apartar la mirada de aquellos asuntos que hacían ya parte de la problematización de la convivencia humana en el mundo, pero lo es aún más, si ocurre en contextos como el colombiano en que históricamente la ciudadanía ha estado sometida al abuso del poder oficial.
Con el argumento de protegernos del protagonista virus podríamos terminar aferrados a una insólita fórmula de auto encarcelamiento social y al control sin límite de nuestras vidas por parte del mismo poder estatal tantas veces desenmascarado como victimario.
Es necesario vislumbrar desde ahora el tránsito hacia la recuperación efectiva de aquellos espacios para el ejercicio de derechos que han sido defendidos y mantenidos a costa de muchos sacrificios, y que en la actual coyuntura son objeto de nuevas amenazas. Posiblemente habrá que agregar a ellos el derecho a abrazarnos y besarnos sin que medie un presagio catastrófico.
Todo sea vivir este momento como una oportunidad de dirigirnos hacia una verdadera convivencia humana y ya no tener que declarar junto al poeta Vallejo que:
“…jamás tan cerca arremetió lo lejos,
Jamás el fuego nunca jugó su rol de frío muerto,
Jamás, señor ministro de salud, fue la salud más mortal…”
**Cantautor en el exilio