La costumbre de disparar al candidato

Colombia ostenta el récord de candidatos presidenciales críticos asesinados. Lo de Gustavo Petro en Cúcuta fue una rara excepción porque sigue vivo.

El problema de Colombia es la costumbre… o lo que los expertos llamarían la naturalización de lo excepcional. Digamos que en un lugar ‘normal’ no sería ‘normal’ que le disparen al carro de un candidato presidencial que anda por los primeros puestos de las encuestas (tampoco al que se arrastre por abajo de los sondeos) que se supone que está escoltado por la Policía. Digamos, quizá, que lo ‘normal’ -si algo tan ‘anormal’ como esto sucediera- sería que los medios de comunicación, los opinadores, el presidente de la República (especialmente, cuando es premio Nobel de Paz) y hasta la Conferencia Episcopal harían una pausa en sus atareadas funciones de la nada para denunciar lo ocurrido y tomar medidas urgentes que eviten estos episodios. Pero en Colombia lo normal es otra cosa.

La costumbre, lo ‘normal’ en Colombia, es disparar y matar al candidato. Así empezó todo, ¿recuerdan? Un 9 de abril de 1948, cuando un sicario –aunque entonces no se les denominaba así- mató a Jorge Eliécer Gaitán… pero allá sólo empezó. Luego vendrían Jaime Pardo Leal (11 de octubre de 1987), Luis Carlos Galán Sarmiento (18 de agosto de 1989), Carlos Pizarro (26 de abril de 1990), Bernardo Jaramillo Sosa (22 de marzo de 1990) o Manuel Cepeda Vargas (9 de agosto de 1994)… y esos son los de perfil nacional: en municipios y departamentos los candidatos baleados –y asesinados- se cuentan por decenas. Todos los citados cadáveres compartían algo: cuestionaban el estatus quo, proponían reformas agrarias o persecución sin maquillaje al narco, no eran parte de la rosca que controla el país desde el nacimiento de la República. Es decir, que lo ocurrido a Gustavo Petro en Cúcuta fue la excepción, porque no fue asesinado.

No parece que la maltrecha democracia colombiana pueda respirar tranquila hasta que esta ‘costumbre’ no cambie; hasta que se deje de financiar a matones o a manifestantes para disparar, apedrear o reventar los eventos del oponente; hasta que se entienda que el mal no habita en cada militante de izquierdas; o hasta que los medios de comunicación se tomen en serio la tarea de denunciar, investigar y presionar a las autoridades ante estos casos tan dramáticos.

Ya me pareció grave que a la mayoría de la opinión ‘publicada’ le importara poco que el nuevo partido de las FARC tuviera que suspender su campaña; ahora me parece escandaloso que no se haya frenado en seco el proceso electoral hasta que no haya garantías para hacer proselitismo político, sea con la camiseta que sea.

Los poderes locales, el gamonal, la Colombia manejada ya en un alto porcentaje del territorio por las economías ilegales –siempre con pistoleros dispuestos- pueden volver a ganar las elecciones. Y eso, que alejaría durante décadas el horizonte anhelado de la paz, condenaría a las colombianas y colombianos a vivir en una distopía en la que pensar, cuestionar o proponer vías alternas a lo que el sistema ha establecido como ‘normal’ –es decir, la pobreza, el abandono, la impunidad y la corrupción- se paga sólo con la muerte.

 

* Paco Gómez Nadal es coordinador editorial de Colombia Plural