Las dos orillas del Atrato
Reinaldo* estaba en Turbo el 26 de noviembre de 2017, el día que los paramilitares balearon a Mario Manuel Castaño delante de su mujer y sus hijos. Mario era dirigente campesino y reclamante de tierras del Consejo Comunitario de La Larga Tumaradó. “Cuando llegué a Belén de Bajirá me llamaron y me preguntaron a quién habían matado. Yo dije que no sabía”, recuerda Reinaldo, uno de los líderes que participó en la demanda colectiva de restitución de tierras interpuesta por esa comunidad apenas cinco días después del asesinato. “La persona que me llamó me dijo averigüáte bien porque acá hay un muerto y al parecer es un protegido”, continua. “Si es protegido y de esta zona… tiene que ser Mario Castaño, pensé yo. Mario era de esas personas que hablaba a campo abierto, no le daba miedo denunciar. Le llegaban muchos a su casa a decirle: ‘No hable, quédese quieto’. Le decían que esas tierras eran del patrón, que estaba jodiendo mucho, que no se fuera a lamentar. Él no le daba mente a eso”.
Tan sólo diez días después del asesinato de Mario unos hombres, al parecer de las Autodefensas Gaitanistas, mataron a Hernán Bedoya, otro de los líderes reclamantes, perteneciente al Concejo de Pedeguita y Mancilla. Aquellas agresiones buscaban frenar la demanda colectiva con la cual las comunidades de La Larga Tumaradó quieren recuperar la mitad de las 107.064 hectáreas de su territorio que fueron usurpadas por nueve empresarios y ganaderos después de los desplazamientos masivos que provocó la Operación Génesis en el municipio de Riosucio, al norte del Chocó, en 1997.
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“Los paramilitares entraban con el Ejército revueltos, uno no sabía quién era el paraco ni quién era el soldado”, asegura Reinaldo. “Entraban atacando, decían que éramos unos hijueputas guerrilleros, mataban al papá, al vecino, delante de la gente”. La Operación Génesis fue una ofensiva coordinada entre el Ejército, la Fuerza Aérea y las Autodefensas Unidas de Colombia. El tristemente célebre general Rito Alejo del Río era el cerebro de esta operación que pretendía “pacificar” la región expulsando definitivamente a la guerrilla del Urabá y destruyendo su retaguardia estratégica en el Chocó y el río Atrato, algo que consiguieron sólo parcialmente en la margen derecha del río, porque las FARC siguió controlando la orilla opuesta con todos sus afluentes. Los mayores desplazamientos forzados en la historia reciente del país ocurrieron en esta región a raíz de los bombardeos y masacres desatadas por la Operación Génesis. Las cifras oficiales hablan de campos de refugiados de hasta 4.500 almas en coliseos de pueblos diminutos como Pavarandó. La Unidad de Víctimas calculó más de 54.000 desplazados en 1997 sólo en Riosucio, el epicentro económico del Bajo Atrato.
“Cuando ya quedaban pocas personas en las comunidades llegaron los comisionistas a comprar tierra. Había unos que pagaban hectáreas a cincuenta mil, a cien mil, a ciento cincuenta mil pesos. Otros daban el mero pasaje para que los propietarios se fueran con la familia completa”, explica Reinaldo. “Eso fue rápido, ellos no llegaron perdiendo tiempo. La gente salió en el 97 y ya en el 99 los empresarios estaban derribando montaña, sembrando pasto pa’ potreros. Trajeron motosierristas y trabajadores de otros lados. Había personas que se paraban en la raya y decían: ‘Yo mi tierra no la vendo porque aquí crié mis hijos, esto es mío, para donde me voy a ir si aquí tengo todo’”.
Desde que la gente empezó a retornar, en la primera década de este siglo, hubo líos por linderos y reclamaciones. Los campesinos encontraron que sobre sus casas y cultivos ahora había extensos pastizales cerrados con alambre y repletos de vacas. Los negros de los ríos Jiguamiandó y Curbaradó hallaron plantaciones de palma aceitera encima incluso de las viejas escuelas abandonadas. Era el gobierno de Uribe Vélez, que prometió convertir al Bajo Atrato en un polo de desarrollo “igual o mayor” al que existía en Urabá con el banano, todo merced a empresas como Urapalma y Palmas del Darién, cuyos vínculos con los grupos paramilitares han sido probados en tribunales.
“Yo muero aquí, aquí nací, aquí crié a mis hijos, si me van a matar me matan aquí”, decían muchos de los pobladores que retornaron. Y entonces entró en vigor la ley de restitución de tierras a víctimas y desplazados del conflicto armado, y también comenzaron los hostigamientos, las quemas de ranchos, los desalojos, las violaciones de mujeres y niñas, los asesinatos de líderes y reclamantes que en la región ya superan la decena. Los últimos de estos hechos ocurrieron el 16 de marzo, cuando unos obreros del empresario Juan Guillermo González quemaron y derribaron la casa de un campesino.
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“No es la lógica de los noventa, aquí hay tres maneras de actuar”, explica el sacerdote Alberto Franco, de la Comisión Intereclesial de Justicia y Paz, explicando la nueva reconfiguración paramilitar. “Está la presión de los ejércitos anti restitución, ligados a los empresarios. Están las Águilas Negras, más cercanas a los militares, y están las Autodefensas Gaitanistas o Clan del Golfo. Los tres son distintos, operan de manera diferente aunque coinciden en el territorio, hacen acuerdos y se hacen favores”.
El modelo se refina, ya no patrullan pelotones de encapuchados con armas hasta los dientes repartiendo el terror en masa. A los paramilitares ahora les basta con instalar una pareja de fulanos en los caseríos, con frecuencia reclutados dentro de las mismas comunidades, con frecuencia parientes o vecinos de los líderes que luchan por recuperar las tierras despojadas. Siempre van provistos de celular y pistolas, algunas veces de motos y radioteléfonos. Es lo que se llama un “punto”, es decir, una autoridad local de los paras encargada de cobrar extorsiones, practicar labores de inteligencia y ejercer control social sobre la población. Varios analistas independientes, activistas comunitarios y defensores de Derechos Humanos coinciden en que hay más de 45 “puntos” paramilitares plenamente identificados en los caseríos del Bajo Atrato, pero nadie los toca, ni la Policía, ni el Ejército ¿por qué? “Esa es la pregunta que todos nos hacemos”, dice Reinaldo. “Nosotros hemos hecho miles de denuncias y ellos se consiguen ahí en las comunidades, uno dice al Ejército, a la Policía, ‘mire, el fulano es así y así’, uno lo describe para que ellos cojan esa persona pero no pasa nada, cuando el Ejército llega y ronda ya esa persona sabe quién lo delató”.
Según el padre Alberto Franco, las complicidades entre fuerza pública, poderes económicos y paramilitarismo son obvias para quien quiera verlas. Él enumera algunas: “La presencia de la base militar en Llano Rico, un territorio despojado a las comunidades que fue cedido por Darío Montoya, empresario reconocido; la condena a más de 30 personas entre empresarios y testaferros vinculados al despojo de la palma aceitera y el desplazamiento forzado; las amenazas concretas a los reclamantes por parte de los empleados de los empresarios…”, continúa el sacerdote. “Matan a Mario Castaño en su casa y al frente estaba el Ejército, pero salieron un día antes del crimen, entonces uno se queda preguntando ¿ahí qué pasa? Frente a la base militar están los paramilitares. O la relación con la Policía, con la que toman tinto”.
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El río Atrato –sobre todo el Bajo Atrato– ha sido la frontera natural y social de dos mundos contrapuestos, irreconciliables. Uno es el mundo de la selva, de los indígenas y los negros que rodeados de gigantescas presiones intentan conservar sus tierras y formas de vida milenarias adaptadas al entorno natural. El otro es el mundo de los megaproyectos y los latifundios agroindustriales, de la palma aceitera y el banano, de los búfalos y el ganado cebú pastando en las enormes haciendas que los millonarios de Medellín abrieron a golpes de fusil y motosierra, arrancándole el monte a la tierra, arrancándole la tierra a la gente.
En el primero de esos mundos las etnias se organizaron durante los setenta y ochenta impulsadas por sacerdotes y religiosas valientes, quienes hace décadas comprendieron la importancia de defender un territorio que es sustrato vital de la cultura y existencia de estas comunidades. Los misioneros ayudaron a crear movimientos sociales como la Asociación Campesina Integral del Atrato (COCOMACIA), la Asociación de Concejos Comunitarios y Organizaciones del Bajo Atrato (ASCOBA) y la Organización de Cabildos Indígenas Waunaan, Katíos, Embera Dovida, Chamí y Tule del Chocó (OREWA), procesos que resultaron fundamentales en la lucha por la titulación colectiva de las tierras para la gente.
Pero, mientras tomaba vuelo este gran movimiento popular, cuya mayor victoria fue la ley 70 que reconoció a las comunidades afrodescendientes la propiedad sobre sus territorios colectivos –en teoría blindados del extractivismo y el arrasamiento de las grandes compañías– en la orilla opuesta otro mundo, el de los especuladores y negociantes, terminaba la carretera al Urabá para que Medellín, capital del capitalismo criollo, tuviera salida al mar y al mercado globalizado con su propio puerto en Turbo, por donde se exportaron y exportan todavía millones de toneladas de banano, por donde se importaban la infamia y las armas paramilitares ocultas en las bodegas de los buques de la Chiquita Brands, la misma compañía norteamericana que alentó una matanza de obreros en sus plantaciones de Ciénaga, Magdalena, en 1928.
Los indios y negros sueñan con sembrar arroz y ver engrosar sus cacaotales junto al río, sueñan con una mejor pesca en la próxima subienda y con armar alguna buena parranda para las festividades de la Virgen del Carmen. Los empresarios de Medellín, en cambio, sueñan con un canal interoceánico que comunique al Atrato con el Pacífico, sueñan con un ferrocarril destrozando la selva, con un megapuerto en Bahía Cupica o Tribugá, con redes de interconexión eléctrica y la carretera Panamericana entre el sur y el norte de América rasgando por fin las ciénagas y la serranía del Darién. Fabulosos negocios que sepultarían al canal de Panamá… y a las poblaciones de los ríos Truandó, Salaquí, Cacarica.
Por eso, la guerra se ha encarnizado con este río y sus gentes. Las Operaciones Génesis y Cacarica, presentadas como simples maniobras contrainsurgentes, encubrían algo más profundo: los inicios de un laboratorio donde se puso en práctica un modelo político y económico fundado en el despojo, cuyo apogeo llegaría años más tarde con el famoso “Pacto de Ralito”.
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Herman* vio con sus propios ojos cuando un grupo de indígenas bajaba por el río Truandó en canoas y uno de ellos tenía la pierna mocha, rajada por una mina quiebrapatas que los guerrilleros habían sembrado. Después vio bajar otros con un muerto. Fue en los primeros días de marzo de 2017, cuando se recrudecieron los combates en las cuencas del Truandó, Domingodó y Salaquí entre los guerrilleros del Ejército de Liberación Nacional y las Autodefensas Gaitanistas. Herman llegó al caserío y una vez apagó los motores de la lancha se formó un tiroteo abajo. La segunda semana de marzo ni él ni sus vecinos aguantaron más: “La gente se había empezado a venir graneadita para Riosucio. Los últimos fuimos los del caserío Truandó Medio, salimos 21 familias de una. Nosotros nunca apoyamos a las FARC ni a nadie”, dice refiriéndose a la postura oficial de la Asociación de Concejos Comunitarios y Organizaciones del Bajo Atrato (ASCOBA), “pero es claro para nosotros que cuando existe un solo actor hay menos riesgo para la población civil, cuando hay dos o tres actores, ahí es el riesgo”.
Jota dejó abandonadas en el Truandó siete hectáreas de cacao a punto de cosechar, su casa con los enseres, la platanera y los árboles frutales. Salió el 9 de marzo de 2017 una vez supo que a un muchacho apodado Palo, del caserío de Clavellino, lo mataron los paramilitares. “Ese día estaba yo trabajando cuando escuché las explosiones y el tiroteo. De la comunidad no hubo muertos, de ellos sí se escuchaba. Que todos teníamos que salir porque eso se iba a joder, nos dijeron. Ahí la comunidad de Clavellino quedó sola, la de Pavas también, la de Taparal, la de Dos Bocas. En la comunidad de Quiparadó cayó un indio en una mina, en la de Pichindé también. Una indígena murió por un cruce de bala entre los elenos y paramilitares. La gente lo perdió todo. El Ejército entró pero lo hizo después de unos meses”.
Pedro, representante de una asociación de indígenas Embera Dovida, cuenta que los mismos guerrilleros le avisaron a la gente por donde no podían moverse: “De aquí para allá es de ustedes, pero ahí está la mina”. Pedro coordinaba el retorno de 33 familias embera desplazadas desde los años noventa que aspiraban volver al Truandó. Las primeras diez familias entraron el 3 de marzo y esa misma semana arrancaron los combates; “váyanse que los paramilitares vienen subiendo por el río y los vamos a esperar”, les dijeron los guerrilleros, así que ellos huyeron nuevamente hacia Riosucio.
Ni Jota, ni Herman, ni Pedro han regresado al Truandó, llevan un año junto a las cuatrocientas familias desplazadas en el casco urbano de Riosucio, pasando necesidades y aguardando que los grupos armados se retiren, y que alguien limpie de minas y explosivos el territorio para poder volver. Según le contó a Colombia Plural un funcionario local, la situación humanitaria ha sido tan grave que la alcaldía de Riosucio se quedó sin presupuesto ni recursos a mediados de 2017 cuando tuvo que hacerse cargo de la alimentación de los desplazados pues el apoyo del Estado central era nulo e insuficiente. “La ausencia de las FARC causó una agudización del conflicto armado, fue peor que cuando estaban. Una de las grandes culpas de la agudización del conflicto es el mismo Estado y su fuerza pública, toda la estructura armada legal del Estado”, declara este funcionario. “La ocupación debió ser inmediata, por el contrario lo que se hizo fue dejar la zona al libre albedrío de otros grupos”.
Decenas de personas en la región aseguran que hubo un pacto de hermanos entre las FARC y el ELN para que las cuencas de la margen izquierda del Atrato no cayeran en poder de las Autodefensas Gaitanistas. Los elenos nunca habían hecho presencia en la región, pero la compañía Nestor Tulio Durán del Ejército de Liberación Nacional penetró a mediados de 2015 desde las selvas del Baudó y las costas del Pacífico por las cabeceras del Truandó. De ahí llegaron hasta el resguardo indígena de Peñas Blancas y bajaron a los demás poblados del río y sus afluentes, el Quiparadó y el Chintadó. El Truandó es el más estratégico entre todos los afluentes del Atrato: por su cuenca se puede llegar fácilmente a Panamá, al Pacífico y al complejo de ciénagas, caños y ríos que comunican con Neguá, Napipí y Bojayá en el Medio Atrato, además es una ruta clave en el tráfico de cocaína. Todos los pobladores de la zona con los que conversamos concuerdan en que los elenos patrullaron en conjunto con las FARC durante esos meses por el Truandó, combatieron hombro a hombro para repeler con éxito una incursión de los paramilitares, quienes en cinco pangas y a la vista de todo mundo intentaron llegar por el río Salaquí el 9 de septiembre de 2015. Incluso ambas guerrillas convocaron encuentros y reuniones de empalme con las comunidades. A lo largo de 2016, los guerrilleros de las FARC comenzaron a salir hacia las zonas de concentración acordadas en el proceso de paz y los elenos asumieron el control de las cuencas.
Pero el 3 de marzo de 2017 empezó una nueva arremetida de las Autodefensas Gaitanistas a la orilla izquierda del Atrato. Dos botes y una panga repletas de hombres armados entraron por las bocas del río Domingodó, mientras cien efectivos a pie copaban la cuenca del Jiguamiandó. Al día siguiente, cruzaron el Atrato ocho botes con 150 paramilitares uniformados y apertrechados de armas largas. A plena luz del día pasaron frente al casco urbano de Riosucio y navegaron a la orilla contraria metiéndose por la desembocadura del río Truandó, tan sólo diez minutos antes se habían retirado dos pirañas artilladas y una lancha nodriza del Batallón Fluvial de la Armada. Esa semana arreciaron los combates y en consecuencia ocurrieron los desplazamientos masivos. El ELN declaró en un comunicado público que había bombardeado un campamento de los Gaitanistas el 13 de abril en el Alto Truandó causando 47 bajas entre muertos y heridos, que fueron evacuados hacia Riosucio, según la guerrilla, con el apoyo logístico del Ejército.
Tanto para los Gaitanistas como para los elenos la estrategia está clara y consiste en copar los antiguos territorios de las FARC a lo largo de todo el río. “Unos dejaron y otros entraron”, le explicó a Colombia Plural un miembro de la Defensoría del Pueblo que recorrió el Medio Atrato la segunda semana de marzo verificando la situación humanitaria en poblados como Puerto Medellín, Puerto Salazar, Tagachí, Isleta, Belén y Vegae: “Vienen por las cabeceras de los ríos, las partes de arriba de la cuenca. En todos los afluentes no están, pero sí van llegando ya. En el río Arquía ya hay. El Alcalde de Beté ha hecho solicitud de pie de fuerza, no ha pasado nada. El personero ha hecho lo mismo, no ha pasado nada. La Defensoría también, no ha pasado nada. Hay un espíritu del Estado de vivir de todo esto”.
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El jueves 17 de agosto de 2017 Manuel Ramírez Mosquera, que había sido presidente de un consejo comunitario, reclamante de tierras y desplazado, salió de Riosucio, en la margen derecha del Atrato, se embarcó en un pequeño bote con su hermano y cruzó a la orilla contraria. Su propósito era subir por el río Truandó hasta el caserío de La Nueva, donde estaba su finca abandonada, para tratar de cortar unos plátanos y alimentos de pancoger con los cuales regresarse. Alguien relata que un tiro salió de la selva y lo mató. Otra versión asegura que fueron dos hombres y que dispararon tres veces. Manuel, que soportaba como los otros el hambre, el desarraigo y las angustias del desplazamiento, sólo intentaba retornar a su tierra, aunque fuera apenas durante unas pocas horas. Sólo intentaba cruzar de una orilla a la otra.
*Algunos nombres fueron cambiados por seguridad.
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