Pogue sitiado

Bojayá es una herida en la memoria de Colombia. Es sinónimo de una masacre indescriptible en la que al menos 98 personas fueron asesinadas (72 han sido identificadas) por la explosión de un cilindro bomba lanzado por las FARC en un combate contra los paramilitares en Bellavista, corregimiento de ese municipio del Chocó, en 2002.

Desde hace varios meses se ha denunciado la presencia de grupos armados paramilitares y del Ejército de Liberación Nacional (ELN) que se disputan el corredor del Río Bojayá y hoy, en este 2020 que apenas despunta, la amenaza se cierne sobre Pogue. Los combates han sido denunciados por los líderes de estas comunidades que se encuentran en confinamiento, quienes han expresado lo inquietante que es esta situación para los habitantes de la cuenca de este río.

Cementerio de Bellavista (Bojayá).

En el mes de diciembre de 2019, atendiendo el llamado de las comunidades de Bellavista, sobre el Atrato, y Pogue, sobre el Bojayá, viajé hasta allá para lograr entender cómo es la vida en confinamiento y para tratar de entender cómo se puede sobrevivir cuando se está sitiado.

Acceder al capítulo ‘En los meandros del Bojayá‘,
de La guerra no es un relámpago

Después de tres horas Atrato abajo partiendo desde Quibdó, se llega a Bellavista la nueva, sobre la ribera occidental del río, donde fueron ubicadas en 2007 las familias sobrevivientes de esa tragedia generada por el lanzamiento de varios cilindros cargado de explosivos en 2002 durante una confrontación entre paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Frente a Bellavista, pasando una curva de ese río inmenso se encuentra Vigía del Fuerte, que pertenece a Antioquia y que a diferencia de los municipios bajo jurisdicción del Chocó tiene mejor infraestructura y acceso a servicios; algo que se hace evidente cuando se intenta conseguir un puesto de salud o señal de internet en el teléfono celular.

Sobre las aguas del Atrato flota un planchón de la Armada colombiana que marca la entrada a Vigía del Fuerte. Cualquier embarcación que pase por ese sitio debe parar e identificarse con los infantes de marina. Esta cabecera municipal tiene presencia del Ejército, Infantería de Marina y Policía. 24 horas recorren las calles de cemento de ese pueblo plagado de almacenes, restaurantes y motos. Es allí donde un viejo maestro de escuela que prefiere no dar su nombre asegura que hace dos décadas era común oír los gritos de las víctimas de los paramilitares mezclarse con el ruido de las motosierras con las que los desmembraban vivos.

Esas fueron épocas que se asumían superadas después del proceso de desmovilización de los paramilitares entre 2002 y 2006 así como del acuerdo de paz con las FARC en 2016. Sin embargo, el pasado 17 de noviembre varias organizaciones sociales entre las que destacan la Diócesis de Quibdó y COCOMACIA, que reúne a la mayor parte de consejos comunitarios afro del Atrato, enviaron una carta al presidente de Colombia, Iván Duque, señalando que, debido a la falta de implementación de lo acordado con las FARC en 2016, el ELN empezó a hacer presencia en ese territorio. “Sobre nuestros pueblos y territorios se ciernen hechos amenazantes de desplazamientos, confinamientos, masacres, torturas, desapariciones, reclutamientos, violaciones que creíamos que podían ser superadas con la firma de un acuerdo de paz y la voluntad política del Gobierno”.

Playa de llegada a Pogue, sobre el río Bojayá.

En el afán de expandir su accionar este grupo comenzó a moverse río abajo desde el Alto Atrato y la cuenca del río San Juan. Por su parte, las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC), asentadas en el Bajo Atrato y en el Urabá antioqueño, decidieron comenzar a subir el río desde hace un año. Es fruto de esta dinámica que se ha generado la situación actual. 

Dejando Vigía del Fuerte, cruzando el río hacia el occidente, se encuentra la boca del río Bojayá, una vez en éste, es poco más de una hora de recorrido entre varias curvas y selva cerrada para llegar a Pogue, el viaje se hace en una panga, nombre que se le da a los botes rápidos en el Pacífico colombiano. En el trayecto, se pueden ver varias comunidades afro e indígenas en sus riberas y la desembocadura del afluente que marca el punto a partir del cual no es prudente tomar fotografías ni hacer videos.

La comunidad de Pogue sufre el asedio de la guerrilla del ELN y de los paramilitares de las Autodefensas Gaitanistas de Colombia.

Esta comunidad de poco más de cien casas está ubicada en una isla que forman dos brazos del río Bojayá. Desde 1955 existe como Pogue y su historia es la de muchos poblados ribereños de la periferia colombiana, donde la escasez es el común denominador, la falta de atención y responsabilidad estatal son constantes. Un letrero de metal anuncia la llegada al caserío. En el pie de éste se leen los nombres de dos organizaciones que hacen presencia allí: la Unión Europea y La Federación Luterana Mundial. Por lo demás no se ve ningún rótulo estatal colombiano.

El ruido de dos plantas eléctricas de gasolina cubre cualquier otro sonido. Hace dos meses que se dañó la planta eléctrica diesel que abastecía de energía eléctrica al caserío. La Gobernación del Chocó reparó la de Bellavista, pero se olvidó de Pogue, como casi todo el país los olvidó en 2019, según lo cuenta Ernesto[1] líder de la comunidad.

De acuerdo a su relato, la historia de Pogue es compleja pero fácil de explicar. Siempre fue un pueblo de campesinos y leñadores. De comunidades negras que mezclaban la agricultura con la pesca. “Así fue hasta los 90. Empieza a llegar esa gente armada que uno al principio no sabía quiénes eran. Luego empieza a quedar claro que son las FARC. Después es que llegan los paras y comienzan los combates. Comienza la pelea por este territorio que dicen que es muy rico, pero pues mire usted que acá más allá del pescado que uno coge y del plátano que consigue no hay mucha riqueza para mostrar”.

Familia en Pogue.

Una guacamaya domesticada sobrevuela el pueblo y se pasea de techo en techo y de palmera en palmera estudiando a los extraños que llegan. Varios niños juegan en una playa del río con unos botes tallados por ellos mismos en madera de balso. Se podría decir que es un pueblo tranquilo y paradisíaco si no fuera por la mirada angustiada de muchos de los adultos de la comunidad que observan constantemente el río adivinando si el bote que sube por las aguas es la avanzada de una incursión armada.

Pobres hasta volverse abono

Erasmo Izquierdo me invita a un café muy dulce y muy caliente que paradójicamente refresca en medio del calor de la selva más húmeda del mundo. Sentados en la puerta de la casa del Consejo Comunitario de Pogue hablamos sobre los niños, sobre la infancia en medio de la naturaleza, sobre los mitos que se forman y es ahí cuando cuenta que ningún niño está estudiando. “Hay una escuela justo en la loma más alta del pueblo. Se hizo allá arriba porque acá en invierno el río se mete hasta las casas, por eso también es que las huertas están como en esas camas de madera elevadas. En esa escuela estudiaban los niños de Pogue, no teníamos que mandarlos lejos. Pero uno de los profesores se enfermó y se tuvo que ir. El otro no le cayó bien a ‘La Mona’, una comandante del ELN. Lo amenazaron con matarlo y las organizaciones de derechos humanos tuvieron que venir por él y sacarlo para salvarle la vida”.

El confinamiento condena al no futuro a los jóvenes de Pogue.

La falta de oportunidades genera que el futuro sea incierto, como lo contaron varios jóvenes. En marzo de 2019, cuatro adolescentes decidieron escapar en la madrugada, podría haber sido un gesto de rebeldía juvenil si no fuera porque el destino que buscaban era integrarse a las filas del ELN. Las familias buscaron ayuda de los vecinos. Consiguieron gasolina, comida y se embarcaron con la primera luz del día. Hacia la tarde lograron encontrar a los jóvenes y convencerlos de regresar a sus hogares. Sin embargo, como lo decía uno de los que escaparon esa noche: “Regresamos a no hacer nada porque no podemos movernos de acá”.

Esa afirmación es la constante en Pogue y en las demás comunidades del río Bojayá, así como en el Opogadó y Napipí de acuerdo a lo narrado por Erasmo. Son comunidades confinadas, sitiadas por la guerra. El hecho de que haya combates en las cuencas de los afluentes del Bojayá y que los actores armados se movilicen en botes y pangas sin que haya mayor problema, hace que nadie tome la iniciativa de volver a las parcelas.

Desde mayo de 2019 esta situación se ha venido denunciando no solo por las organizaciones ya mencionadas, sino por los mismos líderes de las comunidades que han puesto la alerta. Así  lo cuenta Marcelina Urquijo, presidenta del Consejo Comunitario de Pogue, “solo salimos de a cinco a las plataneras a cultivar, pero ya nadie sale a cortar madera. Ya nadie quiere moverse por el río, ya nadie sale a pescar como lo hacía antes. Imposible imaginarse tener momentos de descanso o pasear. Estamos solos y en medio de tres actores armados que se pasean por acá sin ningún problema y a los que les estorbamos”.

Varias comunidades indígenas han sido desplazadas por la guerra entre las tropas del ELN y las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC).

La mención que hace Marcelina de los tres actores se debe a que, para la mayor parte de estas comunidades, como lo expresó otra fuente que pidió reserva de su identidad por motivos de seguridad, la fuerza pública no es garantía de orden o respeto por los derechos ciudadanos. Es un actor armado más. “No más acá en la Loma de Bojayá, a una hora cortica desde Pogue, hay tropa del Ejército. En Vigía del Fuerte, hay una base de militares. Entonces, cómo se explica que los paramilitares y el ELN pasen tranquilos por acá y que nada pase y nadie sepa nada. Y eso no es nuevo, siempre ha sido así desde que hay interés por esta tierra. Desde que hay interés por hacer un canal, desde que hay interés por el narcotráfico, desde que hay interés por sembrar coca. Es la maldición de vivir en una tierra rica; le toca a uno ser pobre hasta que se vuelva abono”.

El interés en el Chocó es muy variado. Desde la década de los 80 se han planteado ideas para adelantar proyectos de un canal interoceánico que sustituya en importancia al de Panamá. También se han hecho estudios geológicos que han dado cuenta de la presencia de platino y oro en abundancia; este último ha hecho que la minería ilegal en el Chocó sea uno de lo problemas más marcados de las últimas décadas, tanto así que el río Atrato en la sentencia T-266 de 2016 fue declarado sujeto de derechos por parte de la Corte Constitucional.

El río Atrato es el eje de una disputa territorial que no ha cesado desde 1997 y que ha dejado cientos de muertos y decenas de miles de desplazados.

A lo anterior se suma el hecho de que el andén Pacífico tiene como columna vertebral al Atrato que lo recorre de sur a norte y conecta las zonas de su cuenca alta y media con el Océano Atlántico en su desembocadura. Esto hace que cada afluente que desagua en el Pacífico por el occidente sea un corredor estratégico por el que sale cocaína y entran armas.

Voluntad de paz

Para estas comunidades una de sus estrategias más poderosas frente a los embates de la violencia es el poder del diálogo, la capacidad de hablar con todos los actores del conflicto para exigir que se les respete como territorios sin armas y netamente pacíficos. Es así como una de las señales más visibles y mejor cuidadas de Pogue es una bandera de tela blanca que anuncia el carácter pacífico de este poblado y que se enarbola como defensa contra la guerra.

El deseo de paz, de tener proyectos productivos y mejores condiciones de vida es lo que piden casi todos los líderes comunitarios entrevistados para esta historia, pero hay una preocupación más básica y es poder tener la libertad de moverse por su territorio, de ser libres de poder trabajar la tierra y garantizar su sustento, algo que muchos de ellos ven difícil que se dé.

La comunidad de Pogue, junto a las de La Loma, Caimanero, Sagrado Corazón de Jesús o Napipí, viven un confinamiento alertado por las organizaciones étnicoterritoriales y por la iglesia católica desde hace meses.

Cuando la luz del día se empieza a ir y las velas comienzan a iluminar la sala de la sede del Consejo Comunitario de Pogue, Marcelina toma fuerza y sentencia “Es mi casa, nací acá. ¿Por qué no puedo embarcarme tranquila y salir a la parcela? ¿Por qué tendría que desplazarme?, ¿por qué lo dice alguien con un arma? ¡Eso no tiene ningún sentido! Hasta ahora no han entrado armados, pero cuando lo hagan me da miedo lo que puedan hacer. Solo nos queda seguir resistiendo” (testimonio recogido en diciembre de 2019).


Esa preocupación de Marcelina se materializó el 31 de diciembre de 2019 cuando 300 hombres armados portando armas largas y cortas; algunos uniformados, otros de civil, hicieron una incursión en Pogue, Corazón de Jesús, La Loma y Cuía. Hasta el 3 de enero nadie se había podido comunicar con las autoridades del Consejo Comunitario porque la orden de ese grupo armado que se identificó como Autodefensas Gaitanistas de Colombia, fue que quien hablara “por celular se moría”, como lo relató una fuente de Bellavista.

La respuesta del Estado fue enviar al comandante de las fuerzas armadas y a cien hombres del Ejército de Colombia quienes llegaron 48 horas después de la denuncia de la toma paramilitar. El parte militar fue que al llegar a Pogue ya estos se habían ido, como lo informó el periódico El Tiempo. Sin embargo, como lo comentó el alcalde de Bojayá, la presencia de los grupos ilegales es constante, “cerca del 50% del municipio ha sido tomado tanto por las AGC como por el ELN. Es más, muchos de los regalos de navidad de los niños en varias comunidades fueron entregados por el primero de estos grupos”.


[1] Nombre cambiado a solicitud de la fuente para proteger su identidad.