El San Juan no quiere más guerra

Sólo hay que escuchar. Escuchar a la sociedad organizada en el Chocó, en el río San Juan, para saber que la gente no aguanta más guerra. Esta es una crónica que rebosa vida y mucha resistencia a la muerte de unas comunidades que no dejan de trabajar para la paz.

Jhonier me contó que unos veinte días atrás en Bochoromá, un corregimiento del municipio de Tadó, un campesino se voló las piernas pasando el puente colgante sobre el río San Juan. La guerrilla había sembrado minas para detener la ofensiva militar que se desató después del cese bilateral.

Freiman Emir Moreno me contó que perdió al amor de su vida porque no pudo volver al Plan de Raspadura, un pueblito próximo de Istmina, después que los paramilitares lo agarraran una noche en la carretera –muy cerca de las instalaciones del Batallón de Ingenieros– cuando regresaba de visitar a la novia. “Primera y última vez que lo vemos por aquí”, le dijeron, y el no volvió. “Todo lo que atrae la violencia”, dice Freiman… “la mujer que iba a ser mi esposa y yo pensé que iba vivir conmigo hasta el final de los días, hoy no sé ni dónde anda”.

Geovania Torres me contó que en el Chocó todos son víctimas: la violencia tocó en la puerta del vecino, del amigo, del pariente y, muchas veces, de la propia. “Hubo un tiempo que había un estigma con nosotros, la gente del río Tamaná, porque no podíamos bajar al pueblo, se decía que éramos colaboradores de éste o de aquel grupo”.

El padre Jaime Zapata me contó que le vio los ojos a la muerte cuando era párroco en los caseríos del río Baudó. Tras la incursión de los paramilitares, el padre Zapata se opuso a ellos, los denunciaba en público, en las reuniones, en las veredas y hasta en la eucaristía. Una vez le tendieron una celada en el río y sitiaron su lancha, pero un bote que bajaba del otro lado los asustó, por eso lo dejaron seguir. “Yo pensé que era mi hora final”. Tras esos hechos, el padre Jaime tuvo que salir unos años del Baudó primero, del Chocó más tarde, y, finalmente, del país.

Cualquier niño de Andagoya, en el municipio de Medio San Juan, me contó que hace unos meses aparecieron dos cuerpos degollados detrás de la alcaldía. Obra de los paramilitares, dicen por ahí. De la delincuencia común, dicen por allá.

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El 22 y 23 de febrero se llevó a cabo en Istmina la Agenda Ciudadana por la Paz, un evento que para la región del río San Juan y sur del Chocó fue convocado por la iglesia católica y algunas iglesias cristianas, a través de la Corporación CIERDEPAZ. Las agendas ciudadanas tienen el propósito de reunir representantes de las comunidades, las instituciones locales y los diferentes movimientos que hay en los territorios para construir propuestas de paz desde las regiones que sirvan de insumo a la mesa de diálogos de Quito entre el gobierno colombiano y el Ejército de Liberación Nacional (ELN).

“El ELN siempre ha dicho: primero arreglen allá con las comunidades y luego vienen y negocian con nosotros”, explica un representante de los Consejos Comunitarios: “Las FARC no, ellos negociaron y luego fue que vinieron a decir qué habían negociado. Este es un proceso más ambicioso”.

La subregión del río San Juan resulta clave en los diálogos con el ELN por tratarse de su retaguardia histórica en el Pacífico. Los elenos llegaron antes que las FARC al Chocó, en la década del ochenta. Aunque no alcanzaron tanto poderío militar sí lograron un mayor arraigo entre las poblaciones indígenas y afrocolombianas donde se asentaron. Algunos religiosos con varias décadas en la región afirman que este proceso coincidió con el rechazo de las comunidades a los planes del Pacífico. En los ochenta se vivían dos dinámicas opuestas que acabarían alimentando el conflicto: por un lado, las comunidades indígenas y afrocolombianas conformaban cabildos, asociaciones y sólidos movimientos de base que comenzaron a reclamar autonomía, titulación de terrenos y derechos sobre el territorio. Por otra parte, se despertaba la voracidad de grandes compañías nacionales y extranjeras sobre los inmensos recursos del Chocó. Fue la época en que surgió la Asociación Campesina del Atrato para oponerse a la devastación que las empresas madereras estaban causando en los territorios de los negros, o la Asociación Campesina del San Juan que frenó la construcción de una represa en el río Calima, o la creación de las organizaciones indígenas que agrupaban a las etnias emberas y waunaan, exigiendo la titulación de resguardos que hoy tienen parado el megaproyecto de un puerto en Tribugá. En tal contexto apareció la guerrilla y se hizo fuerte.

Los ríos San Juan y Baudó han sido el epicentro de una confrontación silenciosa, menos conocida, opacada por la avalancha de hechos violentos que se desataron en el Urabá y el Medio Atrato durante los noventa: los desplazamientos de Pavarandó, la Operación Génesis con el accionar conjunto de ejército y paramilitares, la masacre de Bojayá, por citar sólo algunos… Pero el sur del Chocó también ha sufrido la guerra. Según datos de un diagnóstico de la Agencia de la Naciones Unidas para los Refugiados, durante los dos mandatos de Álvaro Uribe el escalamiento del conflicto armado en el Chocó tomó proporciones extremas: mientras los asesinatos iban a la baja en el país en ese departamento aumentaron a niveles nunca vistos, justamente los porcentajes más elevados y sostenidos en el tiempo se presentaron en Quibdó y en municipios del San Juan y el sur del Chocó como Istmina, Tadó, Nóvita, Sipí y San José del Palmar, estos dos últimos con los porcentajes de homicidio más altos de todo el departamento.

Los combustibles de la guerra acá son el oro y la coca. La cuenca del San Juan tiene los mayores yacimientos de oro y platino del Chocó, explotados desde tiempos coloniales. También ha habido presencia de compañías extranjeras como la British Platinum y la Chocó Pacifico Mining Company. La producción de oro en el Chocó, que entre 1990 y 2006 a duras penas sobrepasaba una tonelada cada año, se incrementó exponencialmente a partir de 2007 con el apogeo de la minería ilegal, alcanzando topes que superaban las 26 toneladas anuales. Centenares de retroexcavadoras invadieron el río y sus afluentes, y por esos mismos años las FARC estimularon el cultivo de coca para ampliar su base campesina en la región, que tiene la ventaja natural de ser un corredor directo hacia el Pacífico. Después, llegaron los grupos paramilitares y la sangre se confundió con el oro.

“En Istmina hubo una época en que los paramilitares cogían cualquier extraño que llegaba, se lo llevaban a un corregimiento que se llama Pepé y nadie lo volvía a ver”, cuenta Freiman Moreno, representante de un Consejo Comunitario. Con el cese al fuego unilateral de las FARC, primero, y con la salida de esa guerrilla del territorio, después, se sumaron meses de calma momentánea que algunos confundieron incluso con la esperanza. Sin embargo, el Ejército de Liberación Nacional comenzó a copar las zonas abandonadas por las FARC e intensificó la confrontación con las Autodefensas Gaitanistas, la principal organización paramilitar en la zona. Uno de los casos más sonados sucedió en Carrá y Cabecera, en el Bajo San Juan. Las comunidades abandonaron sus pueblos y se desplazaron a Buenaventura a comienzos del año pasado después de una masacre que hasta ahora ningún grupo se atribuye, aunque las autoridades señalaron al ELN y quizá por eso hubo cubrimiento de la prensa y ruido en los noticieros. Pero la lista, que es larga, reparte responsabilidades a todos los bandos e incluye asesinatos, combates, hostigamientos, pueblos bombardeados, amenazas, comunidades desplazadas o en situación de confinamiento…

Una misionera que tiene comunicación permanente con las comunidades asentadas a lo largo del río le confirmó a Colombia Plural que nada más desde el final del cese han ocurrido una veintena de hechos graves en el Medio y Bajo San Juan, entre ellos varios hostigamientos guerrilleros en la cuenca del río Sipí y en Andagoya, incursiones paramilitares en Bocas de Suruco, un caserío que queda apenas a media hora de Istmina, y bombardeos de la Fuerza Aérea y el Ejército en la región del Baudó y el Litoral del San Juan que provocaron de nuevo el desplazamiento de decenas de personas. Entre todos estos sólo un hecho fue noticia nacional: los ataques de la Fuerza Aérea sobre el resguardo indígena de Chagpien Tordó, donde murieron dos guerrilleros menores de edad.

“Cuando fue el cese bilateral hubo tranquilidad, todo transcurría de una manera normal. Uno se emociona cuando escucha la palabra paz, pero en los territorios estamos viviendo es un cambio de verdugo, se va uno y llega otro. Al gobierno le quedó grande este proceso, se había hablado de que el gobierno iba a instalarse en esas áreas cuando los grupos salieran, pero no ha sido así”, explica con decepción Geovania Torres, que representa a una asociación de mujeres de Nóvita. “El Estado y los mandatarios de turno en los municipios se pegaban del conflicto para no hacer una inversión social en el territorio. Nos sentimos solos, nos sentimos abandonados. Vivimos a la expectativa y a la espera porque si sabemos que en otros territorios están en guerra en cualquier momento nos va a tocar a nosotros”.

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El sacerdote Albeiro Parra me contó que si alguien sabe de buscar la paz en medio de la guerra ese es el pueblo chocoano, porque se ha visto obligado a entablar resistencias, diálogos y acuerdos locales que han sido exitosos: “Hay unos procesos, hay una sociedad civil que viene trabajando hace mucho rato en dos direcciones: construcción de paz y defensa de su territorio y de la vida en las comunidades”.

La misionera Ayda Orobio me contó que las monjas de su congregación le han salvado la vida a mucha gente en los caseríos ribereños, intercediendo por ellos, dialogando con los comandantes, haciendo acuerdos para que los grupos armados impongan castigos diferentes a la muerte.

Darío Luna, de los Consejos Comunitarios de Nóvita, me contó que las comunidades han sostenido debates con la guerrilla y se han plantado fuerte cuando sienten que sus derechos son violados. “Que día hubo una reunión con Uriel, un comandante del ELN. Él mismo reunió todas las comunidades del Alto Tamaná y después pidió que lo evaluáramos, la gente siempre siente temor, yo en nombre de la comunidad le dije todo lo que estaba ocurriendo, el tema de esas minas quiebrapatas… y, finalmente, le dije que la calificación de uno a diez era tres, y bajando. El hombre se preocupó, pero esa es la forma de presionarlos para que ellos le digan a su tropa: ‘¡ojo, qué está pasando!’”.

Felipe Martínez, directivo del Consejo Comunitario General del San Juan, me contó que han apostado a un acuerdo humanitario inmediato, por eso organizaron una gran asamblea una semana antes del plebiscito, donde acudieron representantes y comunidades de todos los caseríos del río y sus afluentes para manifestar pleno apoyo a la paz. “Queremos que siga ese proceso de paz, no sólo con el ELN sino también con los otros grupos, por eso ya iniciamos a construir una nueva propuesta, no queremos seguir colocando muertos”.

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Un río no es una raya azul en un mapa, escribió un periodista después de la masacre de Bojayá: “Un río es gente”. El San Juan, es ese río de borrascas imprevistas y playas alumbradas por pepitas de oro. El San Juan es ese río de gente anfibia que pesca y nada cuando bajan las inundaciones. El San Juan y su gente no quieren más guerra.