La violencia en Quibdó «se le salió de las manos a todos”
En Quibdó, la capital del olvidado Chocó, el medio de comunicación más extendido es WhatsApp. Son las 7 de la tarde y ya ha caído la noche. Llega una alerta: “Las bandas informan a la ciudadanía que esta noche a las 9 p.m. habrá enfrentamiento en las calles y que no respondemos por la seguridad de personas ajenas”. No hubo enfrentamiento, pero la paranoia es visible entre quienes reciben el mensaje instantáneo mientras comparten comida y conversación. Unos días antes, el 20 de octubre, hombres armados llegaron al barrio Monserrate y, “en algo más de 30 minutos”, asaltaron a 20 personas para robarles los celulares. Dos días después repitieron la operación en el barrio Samper.
“Hace 15 días, en el Norte, las bandas se enfrentaron con la fuerza pública a balazos y eso fue terrible. La gente corría hacia donde podía… esto es terrible”. Jonny Milton Córdoba Mosquera es el párroco de la parroquia del Sagrado Corazón de Jesús, en el barrio La Gloria, uno de los 31 que conforman el temido Norte de la ciudad. “Estamos como secuestrados en el mismo Quibdó”, denuncia Córdoba.
El norte de Quibdó, donde viven unas 40.000 personas y la mayoría procedentes de los desplazamientos que esta guerra no ha dejado de producirse en el Chocó, está separado del resto de la ciudad por el puente de Huapango. Hasta hace unos meses ese puente dividía la ciudad en dos: donde se podía vivir y donde se solía morir.
Ahora, Huapango ya no puede contener la violencia que parecía ser una maldición sólo para una parte de la población de la ciudad (estimada en 120.000 personas). La Diócesis de Quibdó lleva tiempo denunciando esta situación pero en un comunicado hecho público el 1 de noviembre advierte que las cosas están aún peor y “rechaza de plano y condena los asesinatos, hurtos, amenazas, extorsiones, aumento de grupos delincuenciales, microtráfico, restricciones a la movilidad y todas las formas de violencia que azotan al Municipio de Quibdó”.
Como denuncia el padre Jonny Milton, las autoridades no dicen nada y hacen poco. “Cuando la policía dizque detiene a 20 de estos muchachos, la fiscalía los suelta a la semana. El alcalde no dice nada, el gobernador, tampoco”. Quizá por ello, la Diócesis, frustrada ante el hecho de que “las autoridades del Estado colombiano, en sus diversos niveles de responsabilidad, argumentan que no tienen los recursos para las inversiones requeridas para solucionar el conflicto social y la situación de violencia en Quibdó”, pide a la comunidad internacional que intervenga de forma decidida para que, con su apoyo, se pueda “garantizar el derecho a la vida y a la seguridad a los ciudadanos de este territorio”.
Un derecho que, sólo con seguir el semanario Chocó 7 Días está amenazado cada día: un enfrentamiento de la policía con una banda en el barrio Los Álamos se saldó con uno de los armados muerto; en el mismo barrio, en el sector La Arrocera, asesinado el 21 de octubre, un cargador de tablones conocido como ‘Cachaco’; el 23 de octubre, en el barrio Reposo 3, fue asesinado de 18 balazos José Valencia Moreno; el 22 de octubre, dos sicarios mataron de tres disparos en su casa a un maestro jubilado; pocos días antes, en la vía principal de La Cascorva, durante un tiroteo, una “bala perdida” mató a Claudio Martínez; igual pasó en el barrio Bonanza donde otro ciudadano resultó herido por otra bala errática, como ocurrió en el barrio San José con una adolescente herida de bala o a un niño de cinco años en plena carrera primera de la ciudad.
“El colmo es que en plena Alameda (el centro más visible de la ciudad) asaltaron a un jugador de Cimarrones… ¡Carajo! Si los de Cimarrones (el equipo de baloncesto del que la ciudad está orgullosa) son los tipos más grandes de este lugar… si se atreven con ellos, se atreven con cualquiera”, comenta una vecina escandalizada con la escalada de violencia.
Silencio y subregistro
Aunque todo el mundo habla en Quibdó de la situación de violencia casi nadie pone rostro a lo que está aconteciendo. Parece claro que lo que ocurre ahora en la ciudad es el desbordamiento de un fenómeno que estaba acotado a quienes ya eran víctimas de la guerra. Esaud Lemos, coordinador de ADACHO (Asociación de Desplazados afrodescendientes del Chocó), asegura que “la mayoría de jóvenes que asesinan son desplazados, los papás con el miedo que tienen no se atreven a decir que son desplazados… Hay un subregistro muy preocupante”. La propia Defensoría del Pueblo departamental, en cabeza de Luis Enrique Abadía García, reconoce el subregistro, aunque asegura que el 60% de los asesinatos en Quibdó afectan a menores de 17 años.
Abadía, en una entrevista con Colombia Plural hace unos meses, ya advertía de la gravedad de la situación: “Es muy preocupante lo del norte de Quibdó. Nosotros hemos hecho la denuncia y quiero pensar que no se trata de una alianza macabra [para la limpieza social]. Lo que vivimos es muy dramático porque hoy estamos como en otro capítulo [de la guerra]. Estamos revictimizando a la población. Y detrás está todo el fenómeno de reclutamiento, silencioso, sin estadísticas… por parte de las bandas. Es un tema estructural de escasa o nula atención por la institucionalidad. No es descartable que lo que está sucediendo en Quibdó sea un laboratorio”. Jonny Milton Córdoba confirma hoy los temores de ayer del defensor porque “aquí los jóvenes no tiene nada que hacer, no hay oportunidades, no hay trabajo… cada vez entran más a las bandas”.
El silencio sólo es roto por las mujeres, por las mamás de las víctimas de esta nueva guerra que desangra a la ya agotada capital del departamento más pobre del país. “Tenemos una vida caótica, nadie vela por nosotros… a como está esto, la única confianza que tiene una es en dios”. Adela está cansada. A su marido lo mataron en 1999 en el río Quito, de donde ella se vio obligada a desplazarse en 2002. Hace poco más de un año un soldado profesional, en un bailadero del barrio Casablanca , acuchilló a su hijo Luis Andrés, de 25 años, hasta dejarlo sin vida. “Cuando nos matan a los hijos, las autoridades dicen: ‘en algo andaban’ y ahí acaba el tema. Yo ya no tengo fuerza para nada más”.
Doris María, de 58 años, no puede dejar de llorar. La conocimos en el barrio La Gloria justo hace un año. “Soy una víctima de una cosa y de otra”, dice entre sollozos para explicar que es víctima del desplazamiento, de la exclusión y de la violencia. “Yo lloro de noche y de día porque me han matado a Bacan. Dios tendrá que recogerme tanta lágrima”. Bacan era el sobrenombre de su hijo, Juan Esteban Palacio Moreno, de 22 años , al que mataron de cinco disparos después de ser extorsionado. Doris María tiene la misma sensación que el padre Jonny Milton: “Creo que todos los pelaos aquí están en peligro. Van a acabar con todos porque el que no quiere entrar a las bandas lo ‘recogen’ [matan]…. Tanto huérfano que están dejando… dios mío”. Y el sacerdote Córdoba, que lleva meses alertando de la situación en el Norte de la ciudad ante la sordera de las instituciones, cree que “Quibdó se le salió de las manos a todos”. La solución, ahora, “no puede ser sólo represiva, policial, sino de inversión social para generar esperanza de futuro”.
La Diócesis de Quibdó también cree que la situación es de extrema gravedad y que es consecuencia “de los compromisos que [las autoridades] por tanto tiempo han descuidado y que, como evidencia esta grave situación, han traído consecuencias deplorables”. Por ello, insiste en su comunicado en la obligación del Estado de retomar el control de la situación, de investigar “la presunta complicidad de algunos agentes de seguridad con grupos ilegales en el manejo de la información y del accionar delictivo” y de constituir con urgencia una Mesa Interinstitucional y Sectorial “que analice la situación con todos sus componentes, consolide la unión de esfuerzos, y genere soluciones concretas a la situación de violencia en Quibdó”.