La marcha de la democracia disfrazada

Vivimos democracias falsas. Eso no es un secreto. Y no solo en Colombia. Es una característica de este postcapitalismo asentado en la simulación que nos hace defender lo indefendible y convivir con lo inhumano. El filósofo italiano Mario Tronti nos recuerda que “la democracia, como la monarquía de antaño, es ahora absoluta. Más que la práctica de las democracias totalitarias, se hizo hoy una idea totalizante de democracia”. Fuera de la palabra democracia, así, sin apellidos, no hay nada; es lo que nos dicen. Y esa idea totalizante no permite matices, críticas, cuestionamientos o dudas de sus feligreses. Defender la “democracia” es defender el sistema y el sistema, aunque se hunda en putrefacto océano, no puede ser cuestionado.

La democracia, esta democracia de delegación y omisión, no piensa en los ciudadanos, sino en su propia perpetuación. Impone las leyes –que le interesan a la élite que vive en sus entrañas- pero no cumple las leyes que ella misma escribe con renglón torcido para simular su interés por el bienestar común; señala a los enemigos de la sociedad que habitan el “afuera” pero protege a los soldados y funcionarios del oprobio, de la tortura, del dolor; ignora, en el caso colombiano, a la mayoría de personas que habita los territorios periféricos del poder, pero les reclama sacrificios en nombre de la democracia que no conocen; no consiente que subversivos y disidentes del sistema la cuestionen pero permite que sus hijos más nocivos marchen por las calles pidiéndole una dosis más de dictadura…

Democracias como las colombianas acogen y protegen a personajes que escriben cartas al imperio para pedir que nos intervengan; sientan en curules a personas con poca educación o educadas para el robo y la artimaña; mantienen un complejo sistema clientelar que de vez en cuando supura en forma de Odebrecht o de otras marcas, y no tienen pudor en negar derechos básicos como la salud o la vivienda porque el eje de su acción es el poder, no los derechos de las personas.

Este 1 de abril viviremos un típico día “democrático” -de este tipo de democracia disfrazada, claro está-. Hordas de enemigos de los derechos y de la convivencia saldrán a las calles dispuestos a exigir sangre y venganza, que es de lo que se alimentan las sectas políticas. Desde Stalin a Pinochet, el discurso del nacionalismo, del enemigo único y de las purgas a todo el que no aplauda a la secta ha prendido entre unas masas tan bien educadas (en los colegios de la democracia) que son profundamente ignorantes (desde una lógica del respeto y el cuidado mutuo).

Este 1 de abril sale a la calle el país de monseñor Bernardo Herrera Restrepo o de Laureano Gómez, el de Pablo Escobar y el de la familia Castaño, el de Rito Alejo del Río o el de Plazas Vega, el de… (la lista es larga). Este 1 de abril quizá podamos entender que no hay que echarle la culpa a Netflix de nuestras desgracias, sino a la indolencia de una sociedad urbana que mira desde su televisor cómo se abona la yerma tierra de nuestros campos y la agria agua de nuestros ríos para que la guerra vuelva y para que el hampa gobierne.

Juan Manuel Roca, poeta de espejos y verdades, escribía hace unas horas: “Popeye y otros legionarios del uribismo saldrán a marchar contra la corrupción. Ya no somos habitantes de un país del tercer mundo, lo somos del primer inframundo. Al final de la marcha no estaría mal que hubiera una redada del Impec: que algunos vayan a acompañar a sus cofrades enrejados”.

Pues eso, si esta democracia simulada, disfrazada, excluyente y agresiva, no ve problema en una marcha encabezada por el Sagrado Corazón de Álvaro Uribe, entonces es que nos falta un larguísimo trecho en esta construcción de una paz que o es “otra cosa” (respecto a la mentira democrática que impera desde hace 103 años) o no será nada.