Agredir y no proteger
Alcanzar la paz en Colombia, en el sentido de terminar todas las expresiones de violencia que se han dado en relación directa o indirecta con el conflicto armado, pasa necesariamente, entre otros asuntos, por generar confianza entre las diversas formas de la Fuerza Pública y las comunidades locales, predominantemente rurales, donde ha tenido, y sigue teniendo, mayor incidencia la degradación y profundización de la guerra interna no declarada.
No es el único factor, pero tal vez el más decisivo para recomponer, o probablemente construir, unas relaciones transparentes entre el aparato militar oficial y los pobladores. Esto es de vital importancia porque, en la larga historia del prolongado conflicto armado, se constata que, en no pocos casos, la visión que las fuerzas militares han tenido hacia tales ciudadanos ha sido considerarlos como “enemigos internos”, con lo cual ha primado una permanente actitud de sospecha, zozobra e instigación hacia los civiles de tales latitudes.
De otra parte, las comunidades azotadas por dicho conflicto, denuncian que en múltiples ocasiones la institucionalidad armada actúa en connivencia con actores armados ilegales o paramilitares, lo cual se acentuó en los tiempos de mayor intensidad del conflicto armado, entre mediados de los años 90 y mediados de la primera década del siglo XXI, y se reedita en el presente, en un período de aplicación o implementación de un “Acuerdo de Paz” en varias subregiones del país, como por ejemplo en el río Atrato.
A la reiteración de la denuncia sobre la mencionada connivencia se le suma la complacencia, o vinculación, de sectores de la Fuerza Pública con las diversas expresiones de las economías ilegales, bien sea del narcotráfico, minería mecanizada u otras. Esto contribuye a tolerar las agresiones contra la integridad del liderazgo social, cuando no interviniendo de forma directa en tales hechos, como ha sido denunciado por amplios sectores sociales.
A esta ya alarmante e inaceptable actitud de sectores de la Fuerza Pública, se le agrega el escabroso y macabro período, aún no esclarecido, de los miles de asesinatos o ejecuciones extrajudiciales, conocido con el eufemismo de “falsos positivos”, que ha comportado una actuación sistemática y no de actos aislados.
La desconfianza hacia la Fuerza Pública se ha elevado en la sociedad, cuando se han puesto en evidencia los continuos comportamientos militares relacionados con el seguimiento ilegal de ciudadanos, mencionado popularmente como “chuzadas” y perfilamientos de defensores de Derechos Humanos, líderes sociales, políticos y periodistas. Esto aunado al uso desproporcionado de la fuerza, de manera reiterada, por parte del “Escuadrón Móvil Antidisturbios-ESMAD” para controlar la protesta social.
Lo más recientes hechos, en los últimos días de junio, ampliaron exponencialmente la desconfianza hacia el Ejército Nacional, pues generó total repudio el abominable acceso carnal violento del que fue víctima una niña de 12 años perteneciente a la etnia Embera por parte de 7 soldados del batallón San Mateo. Al cual se le adicionó la denuncia hecha pública el día 29 de junio, referida a un secuestro y esclavización sexual, dentro de instalaciones del Ejército, de una menor de la etnia Nukak-Maku, también cometido por militares, en el departamento de Guaviare, en septiembre de 2019, hechos por los cuales no hay ninguna captura.
Todos estos hechos configuran una acción delincuencial al interior de la Fuerza Pública y son totalmente contradictorios con la misión constitucional del ordenamiento armado estatal de defender y proteger la vida de los ciudadanos. Además son una abierta negación de lo que el Gobierno de Iván Duque, siendo el “comandante en jefe de las Fuerzas Armadas”, pregona de buscar una supuesta “paz con legalidad”, dado que finalmente lo que se evidencia es una acción ilegal desde la legalidad, como bien lo dijo el representante de la comunidad indígena que denunció el hecho de la violación de la niña embera, “fue un grupo armado legal, o sea el ejército”.
Para consolidar cualquier democracia, y por ende una sociedad en paz se requiere la legitimidad del Estado, quien se supone ha de monopolizar el uso de las armas. Urge más que nunca auténtica justicia para castigar, en derecho, a todos los miembros de la fuerza pública que realizaron el elenco de hechos antes enunciados, pero ante todo una transformación, con transparencia, de la doctrina militar, que debe ser acorde al ordenamiento constitucional.
**Antropólogo, teólogo y doctor en Antropología. Exdirectivo de la UNICLARETIANA. Acompañante por más de 25 años a pueblos indígenas y comunidades afrocolombianas en el Pacífico. En la actualidad Decano de la Facultad de Humanidades de la Universidad Autónoma de Occidente en Cali y asesor de la Comisión Interétnica de la Verdad del Pacífico (CIVP).