Una casa de muchas memorias en el Pacífico
“Uno entra ahí y no sale el mismo, es imposible salir siendo el mismo”. Son las palabras de un etnoeducador que ha visitado la Casa de la Memoria de la costa Pacífica nariñense, en Tumaco. Un espacio pensado para que las personas que la visitan nunca vuelvan a ser las mismas, que el recorrido les cause el impacto suficiente que permita ver las realidades de la violencia y, al mismo tiempo, abra en ellos la posibilidad de reconocerse como sujetos capaces de cambiar esas realidades, sujetos que no son indiferentes. El recorrido se divide en varias salas que llevan a quienes las contemplan del terror de la violencia a la identidad de pueblo, el peso del pasado y el abrazo comunitario.
La Sala de las Víctimas es una galería con casi 800 fotografías de personas asesinadas o desaparecidas. La mayoría de ellas en el marco del conflicto armado colombiano que desde hace años azota la costa Pacífica nariñense y que ha dejado, solo en Tumaco, más de 8.000 víctimas directas. Otras han muerto por otros hechos violentos que, en últimas, tienen sus raíces en el mismo conflicto porque la guerra se ha encargado exacerbar los problemas sociales que ya existían. Entonces, las discusiones entre vecinos, los conflictos familiares, además de ser dificultades propias de la convivencia de cualquier grupo humano se convirtieron en escenario de una violencia desmedida, armada e impulsada por otros actores, con otros intereses, que se encargaron de promover la intolerancia entre los miembros de la comunidad. “A él lo mataron porque accidentalmente atropello a un perro, cuando trabajaba como conductor de una buseta, entonces, el dueño del perro, que era de un grupo [grupo armado], lo busco, y sin preguntarle nada, lo mató”, comenta una visitante frente a una de las fotografías.
La Casa de la Memoria genera múltiples y diversos impactos, así como ha sido la guerra. Para muchos implacable, para otros, distante, reducida al titular de una noticia, al comentario de una reunión. Para otro tanto, invisible. Reflejo en parte de la idea de que la violencia solo afecta a los violentos y que los demás no tienen de que preocuparse. “Yo no puedo creer que ella o él estén muertos y mucho menos que hayan sido asesinados”, “yo pensé que estaba viviendo en Cali o en Bogotá”, “yo estaba convencido de que se había ido a estudiar o a trabajar afuera”, “con razón que hace mucho no lo veía”. Todas ellas son expresiones comunes entre los visitantes de la Casa de la Memoria.
Hay fotografías que generan especial asombro: las de mujeres y las de niños. Todavía existe en muchos la idea de que la guerra la hacen los hombres, que éstos viven destinados a ella y que por eso es normal que mueran. Desconocen que las mujeres, las niñas y los niños han sido cruelmente utilizados por los grupos armados para reducir a las comunidades. Las mujeres usadas como objeto sexual, abusadas y ultrajadas, y los menores, manipulados y reclutados forzosamente para enlistar las filas de los grupos armados y hacer parte de una guerra que ni siquiera entienden.
En el otro lado están aquellos que son muy conscientes de lo que ha pasado: de los asesinatos selectivos, los desaparecidos, las masacres y de que esto de la violencia afecta a todos. Y están también los que han vivido en carne propia el dolor de perder a los que aman.
En una ocasión, uno de los visitantes reconoció a 15 personas en la Sala de las Víctimas: mi compañero del ejército, mi vecina, mi amigo, mototaxista como yo. Para la mayoría de personas que identificaba tuvo una categoría, una categoría que él compartía con la víctima, un espacio en común, el barrio, el trabajo, la calle. Parecía que el recorrido en la sala era, al mismo tiempo, un recorrido por su propia historia con la tristeza de saber que muchos de los que habían sido, en uno u otro momento, compañeros de vida, ya no estaban. Ahora hacen parte de la larga lista de víctimas que ha dejado el conflicto armado en Colombia. Una realidad que lo convierte en un sobreviviente de esos espacios, unos espacios marcados por la violencia.
Para los familiares, madres, esposas, hijos, hermanos, la visita es distinta, es mucho más que el recorrido en una galería de memoria, es una visita a sus seres queridos. Algunos, sobre todo madres, van una vez por semana, como una especie de ritual, llevan velas, flores, hacen una oración, invitan a otros para enseñarle la foto de su hijo, foto que ellas mismas han llevado para aportar desde su memoria personal y familiar a una memoria colectiva necesaria para la región. “Yo aquí siento que puedo recordar a mi hijo en lugar digno y bonito”, menciona una madre en una de sus visitas a la Casa de la Memoria. Para ella, y para muchas otras, visitar la foto se ha convertido en parte del duelo, en una forma simbólica de dignificar la memoria y, así, intentar apaciguar el dolor.
Una oportunidad de encontrarse, una oportunidad de saber
Pero en la Casa de la Memoria no todos son recuerdos tristes o amargos despertares. Gracias al entusiasmo y creatividad de sus colaboradores, víctimas, misioneros, jóvenes voluntarios, amigos y gestores, la Casa cuenta con la Sala de la Cultura, una recopilación de las tradiciones y valores de los afrodescendientes en el Pacifico. Una oportunidad para los más viejos de encontrarse con un pasado del que añoran muchas cosas, entre ellas la tranquilidad y la verdadera vida en comunidad. Para los más jóvenes supone conocer el pasado de sus familias, el legado de un pueblo. “Muy bueno recordar la historia de los antepasados y saber de dónde venimos y para donde vamos, y que es lo que vamos a dejar a nuestros hijos y a las futuras generaciones”. Es una de las frases contenidas en el libro de mensajes, donde los visitantes dejan sus escritos.
A los guías de la Casa les provoca una gran satisfacción la alegría que los recuerdos es capaz de traer al presente de los visitantes: La cocina tradicional, los instrumentos musicales, las herramientas de caza, el vocabulario tumaqueño, los mitos y leyendas, los rituales religiosos. Se ven representados, explican, contados en este lugar que se sienten parte de una historia importante.
La Sala de la Reconciliación, con vista al mar y a la majestuosidad del manglar, está decorada con plantas naturales. Se la considera un lugar de descanso tras pasar por la Sala de las Víctimas, un espacio para pensar y tratar de comprender lo que ha sucedido, reflexionar sobre el papel de cada uno en la construcción de otras realidades. Se llama la Sala de la Reconciliación porque invita a reconciliarse con uno mismo, con los otros, con la naturaleza, a quitarse la carga de odios que ha ido dejando la violencia. Tiene un árbol de la vida, que es un árbol de ideas, lleno de papelitos con mensajes de esperanza y propuestas para conquistar la paz. Los más animados a escribir y dejar mensajes son los niños.
El recorrido termina en la Sala de Acciones por la Vida. Son paredes coloridas que tienen plasmadas las luchas, la resistencia pacífica, los procesos comunitarios donde se demuestra la valentía y la voluntad de paz de hombres, mujeres y jóvenes, quienes con marchas, plantones, murales, cantos, poesías y teatro, reclaman paz, igualdad, justicia social y el respeto por los derechos humanos. “Para la paz puedo perdonar y pedir perdón para sentirme libre y con ganas de vivir”, escribe un niño en el árbol de la vida.