Ciro y nosotros

No hacemos la guerra sin ser la guerra misma; no hemos sido mejores que el enemigo y nos hemos convertido en el enemigo; no podemos pedir bombardear sin bombardearnos a nosotros mismos y a nuestra alma. Ya es tiempo de entender ese breve poema de Mohamed Alí: “me, we”, “yo soy nosotros”. Ciro es también nosotros.

Cuando uno intenta explicarle a otro -a su hija que pregunta por primera vez o a un extranjero que solo sabe lo que los titulares les han contado- de qué ha sido esta guerra nuestra, no sabe uno bien por dónde comenzar. ¿Por Pablo y el negocio de la droga que le inyectó de toneladas de dinero a esta reventazón para que nuestros matarifes legales e ilegales pudieran comprar fusiles y helicópteros, bombas teledirigidas, cilindros de gas y claro, apartamentos en Miami?, ¿por la Guerra Fría, por la ilusión macartista del borracho presidente Guillermo León Valencia de acabar la “infiltración comunista” a punta de napalm y metralla, cuando esos campesinos lo que pedían eran tierras para sembrar y carreteras para sacar lo producido?, ¿en las traiciones de Rojas Pinilla a las guerrillas liberales, en el robo de las elecciones de los 70, en el asesinato de Gaitán por las tradicionales fuerzas oscuras, por las luchas agrarias de los 30, por las matanzas conservadoras, por la masacre de las bananeras, por la Guerra de los Mil Días, por…?

No existen mayores certezas que permitan la narración del drama nacional que ha sido esta guerra perpetua, quizás con la excepción de su causa primera –la posesión de la tierra cultivable- y de sus víctimas mayoritarias –los pobres de la ciudad y del campo-, las cuales, siempre han sido tratados como biomasa por los poderes que los vuelven instrumentos desechables para sus necesidades políticas y económicas.

Toneladas sin cuenta de carne humana, ríos de sangre y de lágrimas han servido para alimentar esta hoguera de la defensa de la democracia contra la amenaza terrorista o de la lucha por la revolución contra la oligarquía.

Y en medio… la gente muriendo y matando. Gente sin voz, sin rostro, sin nombre, agrupada en cifras, en porcentajes, en descripciones asépticas o cargosas, pero siempre anónimas. Aprendimos a decir “desplazados”, “paro armado”, “dados de baja”, “héroes caídos en combate”, “ratas humanas”, “hechos confusos”, “80% de pobreza”, “6.000 neutralizados”, “guerrilleros de civil”, “mal llamados paramilitares” , “mal llamados falsos positivos”, “la patria”, “la fe en la causa”. Gente aplanada en un giro retórico diseñado por algún asesor de prensa. Tragedias que pesan lo que pesa el universo llevadas al hombro por gente invisible. Hasta que nos sientan a contarnos su historia de frente, sin posibilidad de decir “no lo vi”.

Los ojos desarraigados de Ciro yo los he visto antes. La mirada humillada y cansina, con el brillo seco de quien sabe que las lágrimas ya las lleva por dentro del alma. La voz quebradiza, como disculpándose de contar su historia de dolor, la cabeza gacha, buscando en el piso algún camino para salir algún día de su laberinto no merecido.

La piel de su cara quemada, tallada en surcos de azadón, la selva y el monte en su andar, el extravío de un cuerpo que no sabe qué hacer en medio de una ciudad apresurada e inconmovible, cuando él lo que sabe es de matas, de vacas, de quebradas, de criar gallinas, de tomar café con aguapanela y de esperar el anochecer en medio de los cantos de las chicharras y los sapos.

A ese Ciro campesino, ahora que hago memoria, me lo topé desde que nací en las historias de mi abuela sobre los conservadores y su policía chulavita que no sólo habían matado a su hermano y a un par de tíos, sino que las hicieron correr la noche en que fueron a buscarlas para violarlas y matarlas si los dejaba la borrachera, pero que “por fortuna” habían podido huir y solo les habían quemado el rancho.

A Ciro también me lo debo haber topado mil veces en los semáforos o en Transmilenio, vendiendo chucherías o repartiendo volantes o saliendo de alguna de esos lugares kafkianos que son las oficinas estatales o en alguna cola de subsidios.

Lo encontré en el celador del edificio donde vivo, que no solo tiene un hijo como soldado profesional sino otro como “falso positivo”, según nos contó mientras pedía ayuda para arreglar una carta para quitarle el poder a su abogado “que no ha hecho nada, lo que quiere es plata”.

Ese Ciro que ha salido corriendo mil veces, al que todos, Policía, Ejército, paras (mal llamados, obvio) y guerrillas, han golpeado, ese que ha perdido y ha vuelto a perder, que le mataron despacio a su niño unos y otros, al que tantas veces he mirado sin verlo, como lo he visto en las noticias o estorbando mi prisa y mi conciencia.

En estos tiempos de elección, en el que la paz, o mejor, el fin de una guerra no acaba de llegar, en estos tiempos en los que creemos que hay unos y que hay otros, unos malos, que deben siempre pedir perdón y callarse la boca por siempre jamás, y otros buenos –nosotros, claro está- que somos la bondad que exige castigo y sangre como expiación, y que advierte de los peligros del demonio rojo, bien nos vendría ir a ver Ciro y Yo (Miguel Salazar, Colombia, 2017), sin levantarnos del asiento cuando la pantalla nos muestre lo que no queremos oír, para ver si de una buena vez entendemos que en esta guerra, como en todas la guerras, no hemos podido ser buenos, porque no hacemos la guerra sin ser la guerra misma. Que no hemos sido mejores que el enemigo y que nos hemos convertido en el enemigo. Que no podemos pedir bombardear sin bombardearnos a nosotros mismos y a nuestra alma. Que ya es tiempo de entender ese breve poema de Mohamed Alí: “me, we”, “yo soy nosotros”. Que Ciro es también nosotros.

*Fotero todo tiempo, escribidor de cuando en vez. Bobo desde 1968. No perfore el envase.