¿Y si Colombia recordara Pavarandó?
(Imagen tomada por Jesús Abad Colorado en 1997 en Pavarandó,
donde el hacinamiento y las precarias condiciones
fueron lo cotidiano para las personas desplazadas)
«Llegamos por el río Curvaradó a Jiguamiandó, sin nada: mujeres pariendo, niños sin comida… la idea era coger para Medellín, pero uno de los líderes propuso ir a Pavarandó. En ese momento ya éramos como 600 personas. Pasamos por Cuatro Tapas, Llano Rico, La Secreta… era un camino bastante duro. LLegamos a La Secreta de noche, ahí ya éramos como 3.000 personas. Arrancamos yuca cruda, comimos… [en ese momento se le rasga la voz]. Amanecimos ahí, nos encontramos con la Cruz Roja. Una mujer dio a luz en la trocha, el susto le hizo venir al niño. Fueron varios días. Lo que me han dicho es que mis ancestros llegaron de colonos… huyendo de Cartagena. Algo así nos pasó a nosotros”.
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Ana Luisa tiene memoria. Vivió el éxodo de Riosucio y sus pies aún están impregnados del recuerdo a lodo y hacinamiento. Ana Luisa salió de Riosucio como otros miles… Las cifras bailan pero Amnistía Internacional asegura que no fueron menos de 20.000 personas las que abandonaron veredas y cabecera municipal entre diciembre de 1996 y el primer trimestre de 1997. Unos salieron en familia, con lo puesto, camino de Panamá, de Turbo, de Quibdó, de Bahía Solano, de Cartagena, de Medellín. Otros lo hicieron en comunidad. Unos salieron tras la ejecución de algún vecino o por la escenificación del terror por parte de los paramilitares de las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá; otros, huyendo de los bombardeos de la Fuerza Aérea durante la ignominiosa Operación Génesis; el resto, empujados por las FARC, que forzaba un éxodo con la intención de que los campesinos llegaran a Mutatá (Antioquia) y llamaran la atención de la opinión pública sobre lo que ocurría en el invisible Bajo Atrato. Sólo la Operación Génesis, recuerda Amnistía Internacional, supuso la expulsión de «6.500 personas de 49 comunidades del municipio de Riosucio que vivían en las cuencas de los ríos Salaquí, Truandó, Quiparadó, Chintadó, Domingodó, Curvaradó y Jiguiamiandó».
Ana Luisa sabe que su memoria es fuerte y digna y también sabe que la gestión de esa memoria y de la resistencia le toca a las comunidades. Nadie más está allá para recordar, rodeados, aún, de los actores armados que truncaron vidas y anhelos. Cuando después del sufrimiento del camino llegó a Pavarandó, el que fue considerado el mayor campo de refugiados de Colombia, se tuvo que adaptar al sufrimiento del confinamiento. La Brigada XVII del Ejército no pensaba dejar pasar a los desplazados hasta la carretera que conecta con Medellín, y el general Rito Alejo del Río decidió con las autoridades municipales que sería en el corregimiento de Pavarandó donde los concentrarían. Unas 4.500 personas malvivieron en un coliseo del que ya no hay memoria.
La Defensoría del Pueblo, en su resolución 25 de 2002, explicaba que “las familias desplazadas en Pavarandó se vieron obligadas a permanecer, durante nueve meses, en críticas condiciones de hacinamiento, pobreza extrema y bajo permanentes amenazas contra sus derechos, provenientes de los diferentes grupos armados. Estas condiciones llevaron a las comunidades a tomar la decisión de organizarse y conformarse en comunidades de paz con el objetivo de retornar a sus tierras, en condiciones de dignidad y seguridad. Este retorno se hizo efectivo entre finales de los años 1997 y 1999 (…). La primera en constituirse, el 19 de octubre de 1997, fue la Comunidad de Paz de San Francisco de Asís. Posteriormente, se constituyeron las Comunidades de Paz de Nuestra Señora del Carmen y Natividad de María. Actualmente [2002], las Comunidades de Paz de Riosucio están integradas por 49 comunidades con una población de aproximadamente 5.000 personas, ubicadas en las cuencas de los ríos Salaquí, Truandó, Domingodó, Jiguamiandó, Curvaradó y Atrato, en los municipios del Carmen del Darién y Riosucio”.
(Pavarandó fue el mayor campamento de refugiados de Colombia.
Estas son las imágenes tomadas en este corregimiento de Mutatá por Paul Smith en 1997)
Los retornos fueron permanentemente interrumpidos o revertidos. La cartografía del desplazamiento en esta región es un continuo llegar y huir; un incesante y agotador vaciado de las cuencas donde las comunidades afro e indígenas, muy mermadas, siguen defendiendo el territorio. Según el Registro Único de Víctimas del Gobierno, los primeros desplazados, los de 1996, fueron 4.568. En 1997 la cifra fue brutal: 54.108 personas fueron expulsadas de sus territorios en oleadas sucesivas. A muchos les tocó desplazarse dos y tres veces entre ese diciembre de 1996 y este diciembre de 2016. Cada año, una cifra terrible de desplazamiento que camina de forma paralela a la de asesinatos y desapariciones forzosas. Otros se resignaron a no volver.
El Bajo Atrato, al igual que después el Medio Atrato, se convirtió en un cementerio plagado de fosas comunes en los recodos de las veredas o en las islas que salpican el Atrato. La mayoría son de civiles, muchas -incalculables-, de combatientes de la guerrilla y de los paramilitares del Bloque Élmer Cárdenas. El comandante máximo de este temible bloque, Fredy Rendón, El Alemán, identificó 180 de esas fosas, aunque se calculan que son unas 450. La Fiscalía apenas roza la epidermis de este cementerio sin lápidas y en febrero de 2016 informaba que había exhumado seis cuerpos de la conocida como «masacre de Pavarandó», una matanza graneada realizada por el Bloque Élmer Cárdenas entre diciembre de 1997 y enero de 1998.
Fuera de las comunidades
Unos volvieron. Otros siguen retornando. El proceso ha sido complejo porque la guerra ha seguido. “La región sigue en conflicto. Han cambiado las dinámicas. Antes eran asesinatos colectivos, hoy lo hacen selectivo… son masacres de dos, tres personas, están asesinando verdaderamente a los líderes por defender el territorio ancestral y por defender a las víctimas”. Esaud Lemos Maturana preside desde hace 13 años Adacho (Asociación de Desplazados Afrodescendientes del Chocó), una de las primeras organizaciones de desplazados fundada en Quidbó por la diáspora de Riosucio. Poco antes de la firma del acuerdo de paz recordaba que las dinámicas en le territorio son otras pero siguen cruzadas por la violencia.
Sólo hay que revisar la historia reciente para ratificar sus palabras. Si en Pavarandó estuvo el mayor campo de refugiados, allí operó uno de los frentes del Bloque Élmer Cárdenas, hoy, en 2016, sigue siendo un bastión de las reconvertidas Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC). A principio de este año la Comisión Intereclesial de Justicia y Paz denunciaba el asesinato por parte de paramilitares de tres campesinos en ese corregimiento de Mutatá. En Riosucio han sido asesinados otros tres civiles en los últimos meses. La propia Defensoría del Pueblo denuncia que “el grupo armado ilegal post-desmovilización de las AUC, que se autodenomina Autodefensas Gaitanistas de Colombia o Urabeños, hace presencia principalmente en las zonas de la carretera entre Chigorodó y Mutatá en las veredas Juradó, Guapá carretera, La Fortuna, Chadó carretera, Bejuquillo, Pavarandocito, Pavarandó y en algunos sectores que de Mutatá conducen a Belén de Bajirá y de allí hacia el puerto de Brisas en el Bajo Atrato”.
Los que nunca volvieron se enfrentan al desarraigo, al olvido y a las violencias urbanas. “Ahora [los que se desplazaron a Quibdó] estamos fuera de las comunidades, pasando muchas dificultades en los cascos urbanos. Las personas que están en Adacho [1396 familias, 8536 personas] son los primeros desplazados de Riosucio, que llevan 18 años aquí, y me atrevo a decir que no hay ni una familia realmente restablecida plenamente de sus derechos. Aquí es con pañitos de agua tibia es que se trata a la población”, explica Esaud.
En Adacho andan preocupados con el papel ‘marginal’ que los desplazados (7 millones según el RUV) en los acuerdos entre Gobierno y FARC. “Dentro del proceso de paz no se ha mirado con seriedad y compromiso la palabra retorno. No entiendo como hoy nadie nos habla de retorno. Las entidades se han quedado dormidas, quietas… es como que hay una orden desde arriba porque se preparó el territorio para destruirlo, así que cuando la gente retorne solo se va e encontrar agua, piedras…. Más nada”. Y Esaud recuerda que la mayoría de desplazados atrapados en Quibdó viven en los barrios del norte de la ciudad, azotados por el crimen organizado y la disputa territorial entre paramilitares y milicianos de las FARC y del ELN.
La realidad es que hay miles de personas de las que salieron del Bajo Atrato y del Urabá chocoano diluidas en barrios de acumulación en las grandes ciudades del país y muchos ya no pueden plantearse el retorno: perdieron tierras, lazos y esperanza y sus hijos, crecidos en la periferia de la Colombia visible, ya no saben a dónde pertenecen, a dónde podrían regresar.
Ana Luisa sigue luchando, articulada en la Asociación de Consejos Comunitarios del Bajo Atrato (Ascoba). “Retornamos de Pavarandó en el 98. En el 2001 hubo otro desplazamiento grande a otras comunidades más cercanas. Ese desplazamiento fue por la persecución de los paramilitares. Eso ha seguido pasando… pero la gente viene resistiendo”. Para Colombia Pavarandó es un nombre tan exótico como podría serlo Maputo. En la memoria del bajo Atrato y de Urabá este corregimiento podría ser el epicentro de una historia que aún está por contar.