Estallido artístico

Desde el 28 de abril, Colombia se levanta todos los días con noticias atroces. Múltiples asesinatos, desapariciones, detenciones arbitrarias, jóvenes con pérdida ocular y la violencia sexual, son algunos de los vejámenes hacia los manifestantes por parte de la fuerza pública y fuerzas urbanas paramilitares. La represión del gobierno frente a la protesta ha generado sin duda, el más grande estallido social en la historia contemporánea del país.

Pero también, desde el 28 de abril, hemos sido testigos de un gran estallido artístico. Como nunca antes, se han inundado las calles de colores; graffitis, orquestas sinfónicas, chirimías, murgas, performances, ballets folclóricos, danzas ancestrales y contemporáneas, CAIS de la policía convertidos en bibliotecas y centros culturales, esculturas emergentes que simbolizan resistencia y acciones colectivas, rituales con sahumerios y múltiples ofrendas. Hemos visto a la comunidad trans caminando junto al pueblo Misak; bailando. Un desborde de color y vida. Miles de artistas de todos los géneros han compuestos nuevos himnos y cantos, nombrando a quienes ya no están, denunciando la injusticia y reconstruyendo las historias que jamás serán contadas por las grandes cadenas informativas.  

Mientras tanto, todo este estallido artístico, al que hemos podido acceder gracias a las redes sociales, se ha querido opacar bajo el nombre de “vandalismo”; y hemos sido testigos de un nuevo régimen que, sin pudor, se autodenomina “gente de bien”: personas privilegiadas que, con el beneplácito de los medios masivos de comunicación, han salido a decir “los buenos somos más”. Lo han hecho con marchas del silencio porque no tienen cantos; con camisetas blancas porque carecen de imaginación; con rodillos grises que matan el color y buscan regresar “el orden y la normalidad”. Nada más alegórico para simbolizar el miedo al otro y a lo diverso.

Es demasiado pronto para dimensionar el momento histórico que estamos viviendo. Pero somos muchos los que no queremos volver al orden de los muros grises y las calles opacas. Somos muchos los que esperamos que este estallido social, que ha sido también un estallido artístico, marque en realidad un punto de inflexión y demuestre que la ciudadanía debe ser respetada.  Y el respeto debe pasar por un ejercicio de consciencia, en el que las clases privilegiadas de este país asuman sus responsabilidades. Seguir pidiendo orden, normalidad y silencio, es desconocer la verdad de ese otro que está en las calles reclamando un puesto en la historia. Los jóvenes, no piden mucho más. Piden respeto y escucha. Ante un gobierno y una clase privilegiada -que reclama orden bajo la lógica de las balas, la estigmatización y el terror-, los artistas han sabido escuchar; han recogido historias, han reivindicado nombres y han hecho eco de sus reclamaciones.

Es por eso que la música, el teatro, la danza y los gritos que adquieren formas y colores en el espacio público, comienzan a ser peligrosos.  En Bogotá, colectivos de teatro han sido ilegalmente allanados. En la ciudad de Cali, epicentro de la resistencia artística y social, docentes de arte también han sido víctimas de invasión y ultraje por parte de la policía, sin ninguna orden judicial. Álvaro Herrera, destacado cornista sinfónico, fue capturado por civiles, torturado y obligado a autoincriminarse como vándalo y terrorista por hacer parte de las marchas. A los pocos días, en esa misma ciudad, mataron a Junior Jein, uno de sus cantantes de música urbana más queridos e inspiradores de los movimientos de reivindicación del Pacífico colombiano. Y quienes no habíamos reparado en sus letras comenzamos a hacerlo. Porque el estallido artístico, cuanto más se ataca, más inmortaliza y engrandece.

En el gobierno de Iván Duque -el de la Economía Naranja en donde se ha insistido en el valor del arte como mercancía-, el estallido artístico ha mostrado su fuerza salvaje, imposible de domesticar. Los artistas han dicho “somos más que cifras”, “somos más que una cara bonita, un traje exótico o una conversación agradable”. Los artistas comprendieron que el arte está también para incomodar, para revelar lo que se quiere ocultar, para contar las historias que no han podido ser contadas, para relatar los territorios que sólo en las visiones de desarrollo y explotación, hacen parte de Colombia.

El estallido artístico acompaña la caída de las estatuas porque sabe que seremos viables como nación, cuando caigan los referentes coloniales, racistas, patriarcales, antropocéntricos y adultocéntricos. El estallido artístico construye nuevas historias, nos cuenta otras realidades desde múltiples colores que reivindican los territorios. Historias en donde lo afro, lo indígena, lo campesino, lo femenino y lo feminista, lo queer, lo animal, lo ancestral, los niños y los jóvenes, los líderes sociales y ambientalistas, están en la primera línea, reclamando respeto, exigiendo inclusión, protegiendo la vida. Somos un país que quieren contarse desde otro lugar, haciendo catarsis en un fuerte grito, un clímax  bello, colorido, sonoro, móvil… un talentoso estallido artístico y social.

** Ana María Arango Melo es Es investigadora de ASINCH (Asociación para las Investigaciones Culturales del Chocó) y docente en la Universidad del Chocó.