La naturalización de la sociedad mafiosa en Colombia

Los retos que enfrenta el proceso de construcción de paz son innumerables. Eso lo saben quienes han firmado el acuerdo de La Habana y la mayoría de organizaciones sociales. Quizá no es tan consciente una mayoría de la población de clase media urbana; desde luego no parece suficientemente alerta el Gobierno central y algunos de sus optimistas funcionarios. Pero uno de esos retos parece monumental y amenaza a la que es la piedra angular de los acuerdos: el Estado. Es él el que tiene que poner en marcha el grueso de los acuerdos y es él el que debe pasar de las leyes de papel -tan habituales en Colombia- a la puesta en marcha de un cambio estructural de fondo.

La histórica falta de control territorial y la renuncia al monopolio de la fuerza coercitiva del Estado no es nueva pero ahora, tras décadas de guerra, de crecimiento y mutaciones del narco, de degradación de la institucionalidad, de desmonte del tejido productivo a cambio de una economía de lavadora, esta situación se ha convertido en la inmensa piedra que puede dificultar cualquier avance por las trochas de la paz.

Llevo días caminando diferentes zonas del país, territorios donde la histórica transmisión de lo que acontecía en Oslo era marginal, donde la realidad es la de unos pueblos y unas ciudades controladas por la mafia de tal forma que ya parece casi imperceptible al paseante despistado que no haga las preguntas adecuadas o que no tenga capacidad de decodificar los silencios. Está naturalizado que el crimen organizado, enganchado a las complejas redes paramilitares y a todo tipo de rubros económicos (narco, madera, ganadería, minería…), sea el que regule la vida social, económica y política.

Desde el control de la venta de lo cotidiano hasta normas de comportamiento ciudadano tan absurdas como la regulación de tatuajes y horarios… buena parte de los municipios del país están controlados por redes mafiosas que son ya el Estado paralelo o, lo que sería más grave: el Estado-, que conviven con las instituciones de éste, que operan con absoluta naturalidad al pie de los comandos de la policía y al frente de las brigadas del Ejército.

Como en cualquier estado mafioso, o como en cualquier mafiocracia, casi nadie habla de ello. El silencio es la ley que permite que esta situación se enquiste y la retaliación el sistema para acallar a los pocos líderes y lideresas sociales que se atreven a denunciarlo a viva voz.

La percepción de la mayoría de ciudadanos es que vivimos una democracia corrupta, pero el problema es mucho mayor. Porque la corrupción se puede deber a muchos factores y el que predomina en nuestros municipios es el mafioso.

Igual sucede con la percepción sobre la criminalidad. Los combos, las bandas que operan no solo en las grandes ciudades, sino en municipios pequeños de toda la geografía no son la evidencia de fenómenos aislados de pandillerismo. La mayoría están enlazadas con redes más potentes que controlan vastos territorios. Es algo así como la tercerización del control económico y social. Las fronteras invisibles no son la simple expresión de la delincuencia, sino el complejo entramado que permite dicho control territorial.

Entonces, si es así, el desmonte del fenómeno paramilitar supondría la (re) construcción del aparato del estado. Se trata del megaproyecto más urgente porque si no se logra romper ese férreo control de la vida cotidiana en los territorios el resto del discurso (la participación política, las víctimas…) seguirá siendo una ficción paralela que se escenifica en seminarios, talleres y encuentros pero que choca con una realidad en la que se ejerce más poder desde la mesa de la tienda de la esquina donde se toman unas polas que desde los concejos municipales.

El principal problema de Colombia no es las zonas de montaña y páramo que controlaban las FARC sino los miles de barrios y municipios, de sectores económicos y ámbitos sociales, que no controla el Estado. Podríamos señalar las razones de esta consolidación de un Estado fallido en los municipios del país: la renuncia de Bogotá casi desde la conformación de la República a ejercer el poder territorial, la connivencia de los batallones militares con la vida criminal, la intrusión de personajes de más que dudosa reputación local en todos los estamentos de la institucionalidad, la connivencia silenciosa de empresarios, la abrumadora maquinaria económica del narcotráfico, la impunidad judicial, la pobreza que sitúa a la población en situación de vulnerabilidad… Pero es más importante buscar las soluciones y, para ello, hay que dejar de ver estos hechos como fenómenos aislados, hechos delincuenciales, problemas sólo de seguridad pública.

Las mafias que gobiernan una buena parte del país responde a una lógica sistemática, planificada y organizada y hay que denunciarlo sin eufemismos, sin términos académicos que maquillen la realidad, sin la jerga militar que sólo busca el ocultamiento de lo que ellos no combaten.

Lo peor que ha ocurrido en los últimos 25 años en el país es la naturalización de una sociedad mafiosa. El académico panameño Julio Manduley resumía así hace unos años el perfil de lo que él denominaba como Mafiocracia: “Ausencia de instituciones democráticas propiamente dichas; ausencia de instituciones públicas respetables y respetadas por la ciudadanía; personas comprometidas con organizaciones criminales que se vinculan con los más altos niveles de conducción de la economía y la política o que forman parte de ellas; un número plural de funcionarios y/o autoridades corruptos que es utilizado como instrumento de as organizaciones criminales o que, directamente, colabora con ellas; un núcleo de empresarios corruptores que –al igual que los funcionarios- utilizan con frecuencia no sólo el soborno, sino las amenazas, el chantaje, el intercambio de favores o que –lo repiten como un mantra para justificar lo injustificable- saben ‘aprovechar las oportunidades’; a ello, se agrega el control de muchos medios de comunicación y evidentes indicios de corrupción o interesada ineficacia en todo el sistema judicial”. Cualquier parecido con nuestra realidad no es pura coincidencia.

*Paco Gómez Nadal es periodista y ensayista. Coordina Colombia Plural y la Escuela de Comunicación Alternativa de Uniclaretiana.