¿Por qué resiste la comunidad de paz de San José de Apartadó?
“A San José [de Apartadó] no lo pudieron doblegar… y esa es la rabia de los paracos y de muchos poderosos de por acá. Nunca se lo van a perdonar”. No parece muy errado el diagnóstico de una lideresa de las que ha sobrevivido al complejo y violento proyecto paramilitar para el Urabá chocoano. Mueve la cabeza en un suave gesto de incomodidad al pensar en el futuro después de haber hablado sin contención sobre el pasado. Lo hace en un recodo invisible de Apartadó.
A cuarenta minutos de trocha transitable, en San Josecito, emblema visible de la comunidad de paz de San José de Apartadó, no se habla de futuro. “Nosotros no hacemos planes a largo plazo. El mañana depende de lo que hoy hagamos”, me explica uno de los líderes de esta comunidad que resiste -“rodeada por todos lados”- en un proceso más conocido fuera del país que por los propios colombianos.
Un simpático samario que me da el aventón en moto al saber de dónde vengo me pregunta: “¿Es verdad que ahí no lo dejan entrar a uno?”. La resistencia es una extrañeza en una tierra donde “lo mejor para no meterse en problemas es no ver, no oír… y no tomar mucho trago para no romper esa regla por culpa del guaro”. Como me explicaba la lideresa urbana sin nombre –porque el nombre aquí, como el guaro, es la antesala de los problemas-, “Urabá es un laboratorio de guerra y de silencio”.
Para las 650 personas de esta comunidad de paz, que habitan 11 espacios, resistir es como respirar. “Aquí no se viene a gozarla sino a lucharla”, insiste el joven líder que era apenas un niño cuando se declaró la comunidad de paz, el 23 de marzo de 1997, en un tiempo de terror sin contención que instauró una densa era de miedo no disimulado. Entonces, unas 400 personas decidieron resistir en una cabecera municipal desierta como efecto de la muerte y del miedo de una ofensiva de las ‘autodefensas’ que provocó el desangre del Eje Bananero, el despojo de miles de hectáreas y el establecimiento de una especie de estado paramilitar de facto con la ayuda –en unos momentos- o la indiferencia –en otros- de la Brigada XVII del Ejército con base en el vecino municipio de Carepa y del asmático aparato de un Estado ausente.
Hoy, a punto de cumplir 20 años de un proceso pensado para apenas unos meses, la comunidad de paz se siente viva “de chiripa”. “En este tiempo hemos contabilizado ya 326 miembros de la comunidad asesinados, 52 campesinos de las veredas cercanas, más de 4.000 agresiones a nuestros derechos humanos [el 85% por parte de paramilitares o por fuerza pública; el 15% atribuible a las FARC]… y no nos han acabado. Las balas no nos han acabado, la pobreza no nos ha acabado, el dinero…. tampoco. ¿me entiende por qué digo que estamos vivos de chiripa? Aunque el secreto, de verdad, ha sido la solidaridad interna y el acompañamiento internacional”.
El líder con el que camino por este recodo de la dignidad sabe de lo que habla. Sólo en este pasado mes de diciembre de 2016 la Comunidad de Paz registró ocho hechos violentos, que incluyeron amenazas, hostigamiento de hombres armados en los espacios de la comunidad o un atentado en Apartadó que involucró al hombre con el que comparto tiempo e historia.
Al hostigamiento permanente este proyecto de resistencia se enfrenta con otro tipo de armas: un reglamento interno “muy rígido para quien no lo vive”, unas convicciones políticas contundentes, una obsesión por la dignidad, y un alto grado de soberanía alimentaria y económica. Aquí no se toma guaro, aquí ni se portan armas ni se consienten las de otros, aquí no se aceptan reparaciones individuales del Estado, aquí no se hacen negocios en los que trasiegue la coca ilícita, aquí se dedica tiempo y músculo a lo comunitario, aquí se entierra con respeto a las víctimas aunque estas cuando tenían aliento fueran victimarias…
La agenda de esta comunidad no se ve alterada por la firma del acuerdo de paz entre el Gobierno nacional y las FARC, ni por la salida de los guerrilleros de la zona… “A nosotros como comunidad de paz no nos beneficia [el acuerdo] en lo absoluto. Lo que se viene es un manto grueso de impunidad para el Estado, las FARC como que cambió el chip y ahora le interesa el poder, y el acuerdo puede suponer que se apaguen las luces del acompañamiento que ha habido para los procesos de resistencia alternativa… para nosotros las condiciones no cambian”. Excepto por un hecho no menor: la arremetida paramilitar que se contagia desde Nueva Antioquia y Apartadó y que si bien sigue utilizando armas también llega a las veredas cercanas con mejores precios para la coca que los pagados por la guerrilla, con compras sobrevaloradas de tierras de campesinos y hasta con torneos de fútbol para “integrar” a campesinos dóciles con díscolos.
La dignidad
Hablamos en San Josecito, el principal espacio de la comunidad de paz. Es domingo y en el almacén de cacao se recibe producción y se vende carne de cerdo. Un campesino entrado en los setenta años recuerda cómo hace décadas abrieron trochas y desmontaron para hacer de San José un lugar habitable. “Luego vino todo esto [la guerra] y nos complicaron el sueño”.
“Esto” pueden ser las masacres que vaciaron San José de Apartadó en 1996 y 1997. Fue entonces cuando unos 400 campesinos de 17 veredas se encontraron en el desértico pueblo y decidieron resistir declarándose comunidad de paz, “Pensaban nuestros padres que eso sería por unos meses, que los actores armados respetarían nuestra decisión de neutralidad”. No fue así. El Estado estigmatizó a esta comunidad como guerrillera, los paramilitares se empeñaron en acorralarla, las FARC, aunque en menor medida, no gustaban de la independencia de criterio que paseaban estos campesinos.
El centro de San Josecito es un espacio de memoria. Un domo preside un espacio limpio y una tumba resalta: la de Eduar Lancheros, el acompañante de la Comisión Intereclesial de Justicia y Paz que se convirtió en miembro de la comunidad de paz y que fue clave en la conformación de una forma de vivir y resistir en la que insiste este puñado de campesinos. Junto a él, las imágenes de los cinco asesinados en la masacre de 2005 que los paramilitares realizaron en los espacios de paz de Mulatos y La Resbalosa y las de algunos otros de los 326 caídos en estos casi 20 años de terquedad digna. “Estamos construyendo este espacio para que estén los restos de todos nuestros compañeros caídos”. El joven líder educado criado en esta comunidad-isla señala los sueños y los salpica de memoria. Cuando el futuro es incierto la memoria es también un espacio de resistencia.
La soberanía
Pero de dignidad no se come, así que la comunidad de paz, con ayuda internacional, ha logrado levantar proyectos y lógicas que la hacen soberana. Quizá uno de los momentos más difíciles se dio cuando, en 2004, en asamblea, como se deciden las cosas acá, y después de muchos debates, se tomó la determinación de “romper con las instancias judiciales”. “A pesar de que desde 1997 teníamos interlocución directa con el Gobierno, nos seguían matando [no hay una sola sentencia en firme por los 326 asesinatos de miembros de la comunidad]. Luego, después de la masacre de 2005, ya rompimos del todo relaciones con un Estado mentiroso y asesino. Decidimos no recibirle nada”. En 2011, cuando se aprobó la ley de Víctimas y restitución de tierras que comenzó a repartir plata a cambio de dolor, la comunidad tuvo que tomar otra decisión complicada. “Fue muy duro”, recuerda este líder, “porque nosotros que vivimos situaciones de pobreza decidimos no chatarrizar a nuestras víctimas y no aceptar dinero si no había procesos de verdad y de justicia”. La decisión de la comunidad fue que ninguna de las familias que pertenece a ella optara a la reparación estatal. Y no un peso de la Unidad de Víctimas ha sido sembrado en estos territorios. “Esa valentía hay que reconocérsela a nuestra gente y muchos no nos entienden… no entienden nuestras reglas, pero son las que nos hacen tan fuertes”.
Soberanía respecto al Estado y soberanía frente a la otra “gran tentación”: la coca. Para ello, la comunidad de paz ha basado su economía en el comercio justo de cacao orgánico y en los cultivos de pancoger para garantizar la soberanía alimentaria. Caminar por su territorio es ver secadoras de cacao, trilladoras de arroz o de maíz, una pequeña “fábrica” de chocolate en barra, sembrados de maíz, frutales, carpinterías, sistemas de alcantarillado construidos de forma comunitaria… Las escuelas de la comunidad de paz son también autogestionadas: al principio como reacción a la desidia estatal, ahora como proyecto educativo propio y alternativo que muestran con orgullo.
“Nosotros no le pedimos nada al Estado excepto que nos deje en paz… no necesitamos al Estado para sobrevivir”, insiste otro miembro de la comunidad. Pero sí necesitan que “deje de atacar a la comunidad de paz”. Camino con el joven líder y hablamos del denominado como proceso de paz. Él echa mano del sarcasmo: “Ahora que los guerrilleros que quedaban se han ido de este municipio dirán que somos un frente disidente de las FARC, ya no saben que inventar sobre nosotros”. Mientras, gestionan, una vez más, la arremetida paramilitar que aprovecha el vacío dejado por la guerrilla para terminar de “conquistar” estas veredas. “Ellos están en el cuento de la coca y pensamos nosotros que si son estratégicos no van a ir por nosotros de forma directa”. Sin embargo, los hechos dicen que las amenazas se han redoblado y que las autodenominadas como Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC), tan presentes en paredes y puentes de este Urabá-laboratorio, no gustan de resistencias. Están por todos lados. De hecho, desde San Josecito se ve un terreno plantado con teka que pertenece a Dario Úsuga, alias Otoniel, el temido jefe del Clan Úsuga, el origen de la marca AGC.
El cartel que anuncia la comunidad de paz de San Josecito está inclinado por el tiempo y las puertas metálicas de acceso un poco oxidadas. Dentro, el vigor parece nuevo.
– “¿Y ahora qué esperan?”, le insisto a mi anfitrión…
– “Nada, le insisto, aquí aprendimos a no hacer planes a largo plazo… yo creo que eso es lo que nos ha mantenido vivos”.