Resistencia afro en el desierto verde de caña de azúcar
El chisporroteo, el humo y el olor a madera chamuscada anuncian el comienzo de la quema. La ceniza comienza a caer sobre la pequeña finca de Elías Possú, en la vereda de Sabanetas del municipio de Guachené, en norte del Cauca. Possú, de 74 años vive junto a su anciano padre cultivando árboles frutales, como las comunidades afrodescendientes han hecho en esta zona del valle del río Cauca desde la abolición de la esclavitud. Pero los frutales de Possú están en su mayoría secos, acabados por el glifosato que una avioneta vierte sobre los vecinos cultivos de caña de azúcar.
Su padre está enfermo, con los pulmones afectados por las habituales quemas de cañaverales realizadas ilegalmente para facilitar el corte de la caña. Possú niega con la cabeza mientras agarra con la punta de los dedos una hoja seca de banano: “Anteriormente a que se diera esa quema, uno vivía aquí sabrosamente, pero los ricos siempre hacen lo que les da la gana y siempre uno queda es por debajo de ellos”.
Fincas como las de los Possú, son un raro caso de resistencia en medio del desierto verde de caña de azúcar en el que se ha convertido el valle geográfico del Cauca, desde el norte del Cauca hasta Risaralda. La intervención de la Caja Agraria desde los años 50, que incentivó con préstamos la sustitución de pequeñas plantaciones de pan coger por monocultivos que acabaron por arruinar a buena parte del campesinado local, tuvo como consecuencia final un despojo masivo de tierras.
Desde los años 80, la caña de azúcar se hizo hegemónica en la región. La mecanización de la cosecha que está teniendo lugar en los últimos años ha sido el último golpe para una población que sobrevive mayoritariamente del empleo informal o trabajando como asalariada en las propias tierras que tuvieron que vender.
Sentido de pertenencia
En la vereda de Sabanetas el vecino ingenio de La Cabaña ha ido imponiendo la caña casi como única forma de cultivo. La fumigación con glifosato, que ayuda a madurar la caña, pero mata al resto de los cultivos, el uso extensivo de agua y la compra estratégica de predios ha llevado a la mayoría de los campesinos locales a vender o arrendar sus tierras. Para la población joven de la vereda, la amplia mayoría de sus 1000 habitantes, la agricultura ha dejado de ser una salida atractiva.
“Lo primero que tenemos que demostrarles a nuestros jóvenes es que ahí (en la agricultura) hay también una fuente de empleo, porque ellos ya no lo ven como algo con lo que van a tener unos recursos y tienden mejor a vender y a trabajar en un parque industrial o irse a la ciudad”, declara Marlon Lucumí, un campesino de Sabanetas y miembro de la Fundación Nuevo Progreso Nortecaucano.
Lucumí y otros 25 jóvenes locales han optado por lo aparentemente imposible: resistir a la caña de azúcar. En unos terrenos cedidos por el consejo comunitario local han venido desarrollado un proyecto productivo con maíz y zapallo. “Nosotros venimos incentivando a la juventud de la comunidad para que tengan un sentido de pertenencia con la agricultura tradicional”, afirma Jon Edison Meneses, otro joven campesino miembro de la fundación. “Nos estamos quedando sin el cultivo de pancoger, que es nuestra alimentación”, declara, sentado a su lado, José Iván Lasso. “Si nosotros no plantamos comida, la van plantar los ricos y va a ser más cara, entonces, no sé qué vamos a comer nosotros”.
Medio siglo de monocultivo
La finca tradicional, en la que se cultivaban productos como el maíz, la yuca, el cacao, el plátano, los frutales y hasta el café, sirvió como sustento a las familias locales durante generaciones. Desde los 50, impulsada por la intervención de la Caja Agraria y la llamada Revolución Verde, las fincas fueron cediendo ante la competencia del monocultivo. La presión de la industria azucarera y la apertura económica de los 90 terminaron por hacer casi insostenible el modelo agrario tradicional.
La finca tradicional fue sustituida por un modelo con una baja necesidad de mano de obra, mucha de la cual es traída desde el Valle del Cauca, dejando poco beneficio en la comunidad. “El maíz importado inunda el mercado y cuando el campesino sale a vender su maíz está muy barato, demasiado, y prácticamente pierde”, explica Danilo Orlando Ortiz, representante de la Unidad de Organizaciones Afrocaucanas (UOAFROC). “Es una costumbre que nosotros tenemos de cultivar para no estarnos sin hacer nada, esa es la historia nuestra, porque casi siempre perdemos”, añade Ortiz.
Tras medio siglo de monocultivo en Guachené y el resto de la zona baja del norte del Cauca, el balance no es muy positivo para la población local. Ante la pérdida de tierras y de empleos de los años 80, buena parte de la población emigró a ciudades como Cali. Muchos acabaron viviendo en cinturones de miseria de los que ahora están regresando con jóvenes criados en entornos de violencia y con dinámicas económicas radicalmente distintas a las del medio rural.
“Los muchachos que llegan de las ciudades vienen ya con otra mentalidad. No es la de trabajar como los que se criaron aquí, sino con la mentalidad de conseguir dinero a cualquier precio. Se está incrementando el robo y muchas veces hasta el asesinato – describe Ortiz -. Estos pueblos, siendo pueblos sanos, donde todas las casas tenían las puertas abiertas, en este momento ya no se puede y esto también va en contra de nuestra cultura. Todo eso se lo atribuimos a la caña”.
Entre tanto las quemas, las fumigaciones con glifosato y la expansión de los cultivos de caña continúan, arrinconando proyectos como el de los jóvenes de Sabanetas y fincas tradicionales como las de Possú y dejando a cientos de jóvenes locales sin alternativa. “Tenemos que empezar a culturizar nuevamente a la nueva generación”, declara Ortiz. “La alternativa nuestra es muy incierta. Pero tenemos que seguir luchando para pervivir en nuestro territorio porque no vamos a dejar que el 100 por cien lo cojan ellos. Creo que en un tiempo no muy lejano la comunidad tendrá que alzarse en contra de los empresarios y productores de caña”.