Retornar… así cueste más muerte

En las estribaciones del Bajo Atrato colombiano se sucede la reconstrucción de comunidades desplazadas por la guerra que entró en sus vidas en diciembre de 1996. Colombia Plural recorre el municipio de Riosucio, sus memorias, su construcción de futuro...

“Resulta, y pasa, que a Belén de Bajirá se la quieren robar los paisas”, dice un joven chofer de un jeep, que viaja a 80 kilómetros por hora sobre la recta que conduce de Chigorodó (Antioquia) a Riosucio (Chocó).

Afuera, ver la sencillez de un minifundio habitado por campesinos es una rareza. La regla son los monocultivos y los potreros de ganado.

Desde hace medio siglo la selva comenzó a rendirse ante la expansión histórica del departamento de Antioquia. Belén de Bajirá sigue en disputa. Los antioqueños la consideran corregimiento de Mutatá y los chocoanos, uno de sus municipios. En una de sus paredes se lee un graffiti que reza: “2 de octubre paro armado AGC -Autodefensas Gaitanistas de Colombia-”.

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Por toda esta vasta planicie del Bajo Atrato, desde 1996, los paramilitares han asesinado y desplazado a miles de personas (94.341 hasta el 1 de noviembre de 2016, según el Registro Único de Víctimas).

Tierra usurpada

Por acá la demora es que usted reclame lo suyo para que lo maten”, advierte un aserrador en Riosucio que prefiere el anonimato.

Del título colectivo de 46.084 hectáreas correspondientes al Consejo Comunitario del Río Curvaradó, 25.000 fueron usurpadas por empresarios agroindustriales y paramilitares como ya demostró la justicia. El lío se ha ido resolviendo en el papel pero en el terreno la gente espera la devolución de sus predios porque, pese a que la Corte Constitucional ha ordenado regresarlos a sus legítimos dueños, los empresarios se han negado alegando ‘buena fe’ en su compra.

Con esa ‘buena fe’, Vicente Castaño, alias El profe y jefe económico de los paramilitares en esos años de 1996 y 1997, “invitó a empresarios palmicultores para que invirtieran en la región del Curvaradó y Jiguamiandó. Fue así como arribaron a tierras chocoanas empresas como Urapalma S.A, Palmadó Ltda, Agropalma & Cia Ltda, Palmas de Bajirá, entre otras, las cuales terminaron ocupando los territorios abandonados [por el desplazamiento forzado)”, como demostró el equipo de investigación de Verdadabierta.com

Caída la tarde, una avanzada de nubes pareciera declarar el fin del mundo. El exjefe paramilitar alias Nube Negra es uno de los criminales señalados como acaparador de tierras en el Curvaradó donde la partida entre los hijos de la tierra y los herederos de la mafia se va perdiendo después de 20 años de asesinatos, desapariciones forzadas y desplazamiento de los civiles.

Voces del retorno

En Riosucio la alegría hay que salir a buscarla al otro lado del Atrato, donde están las familias que dejaron el exilio del desplazamiento para retornar a sus tierras ancestrales. Para ver semejante arremetida de coraje en una zona acosada por narcotraficantes y actores armados es necesario entrar a la selva por la boca del río Salaquí.

Tres horas de navegación por una vasta red de desvíos fluviales donde lo más fácil es perderse y terminar en el Océano Pacífico o desorientado a espaldas del Tapón del Darién. Con suerte, se avanza sin contratiempos. Pero son comunes los choques entre lanchas y los cúmulos de madera podrida que frenan el paso, las palizadas. En las orillas se cuentan montones de casas abandonadas desde finales de los noventa, cuando los paramilitares entraron por agua y el Ejército por aire en un acto sincronizado, que recibió el nombre de Operación Génesis y la condena de la Corte Interamericana de Derechos Humanos.

En total, son 12 las comunidades que están retornando a la cuenca del río Salaquí.

La primera en encontrarse es El Guineo, no más de diez casas. La lancha se acerca y sobre la margen del río se asoman los pies ásperos de Apolinar Gómez, con su bermuda roja y una escopeta sobre el hombro derecho.

Cuando Apolinar recibió el tiro en la espalda tenía cincuenta y dos años. Le dispararon desde un helicóptero. Su familia dejó la ciénaga y lo llevó a Riosucio donde un médico de Cartagena le salvó la vida. Entre el sangrado y el afán de huir, Apolinar recuerda a su mujer empacando una piel de tigrillo que él mismo había cazado.

-¿Por qué recuerda eso?

-Porque con esa piel mi mujer hizo una correa y con esa correa le pagamos al doctor la operación, contesta el hombre que no concibe mejor comida que la carne de monte.

La casa tiene los maderos podridos y se nota la arremetida del abandono.

-¿Por qué decidieron volver?

-Póngase usted a pensar que allá en el pueblo todo es plata, en cambio acá está todo, dice mientras hace un movimiento con la mano señalando un paisaje sin tiendas, ni carreteras, ni edificios, sino lleno de ciénagas, ríos, montes y ellos mismos, que parecen no necesitar nada más.

Al cabo de unos minutos Apolinar se confiesa. Según el viejo de caminado chueco, cuando joven se la pasaba en Coco-Arenal, otra comunidad aguas arriba, donde se formaban los corrinches de baile. Deja su escopeta, se monta en la lancha y guía el camino hasta ese lugar.

Allá, Julia Rodríguez termina de colgar ramilletes de arroz seco. Su negro, gordo como ella, le quita las escamas de tres peces. Ambos andan por encima de los cincuenta. Un grupo de monos aúlla. Al menor de los hijos lo desaparecieron los paramilitares. Para ella, volver es verlo corriendo entre platanales riendo sin contención. Ese recuerdo le da sentido de patria al lugar.

líderes del atrato.

“Esta comunidad era la más alegre del Salaquí, acá se le ponía música al personal. Los aserradores venían y se tomaban su cerveza y seguían pa’ Riosucio”, explica la mujer que viene regresando de forma intermitente desde el 2001. “Acá, en Arenal, hemos regresado nueve familias, pero de forma… graneada… éramos como noventa personas antes de que llegaran los paramilitares”.

Américo López, de 40 años, vive en Coco-Arenal y recuerda que una tarde de 1995 las FARC le ofrecieron entrar a sus filas. Él no aceptó. Tampoco lo obligaron a hacerlo. Los milicianos pidieron gallina, plátano y se fueron por un camino que conduce hacia Río Ciego.

A ese sitio se llega después de atravesar un bosque de higuerillas inundado donde son comunes las serpientes y tortugas sobre las enormes raíces. El agua cristalina refleja la vegetación hasta que la figura de un niño sostenido las correas de un caballo aparece a espaldas de un camino de trocha. Le gusta que le digan ‘Gula’.

Con 11 años y su cuerpo fino, Gula asegura los equipajes al caballo y conduce el camino entre el pantano y un hilo de agua que baja desde la loma. En el Bajo Atrato todas las comunidades se reconocen por ríos: La gente de Cacarica, las mujeres de Domingodó y los niños del Salaquí…

Antes de nacer, Gula ya era dueño de la tierra porque su familia es una de las 500 a las que el Estado colombiano les entregó el título colectivo de 60.083 hectáreas que comprende toda esa hoya hidrográfica.

Luego de caminar dos horas entre el pantano se asoman entre los árboles tres banderas: la de Colombia, la de la paz y la de Chocó. A un lado de ellas está Edgardo Gómez. El 23 de febrero de 1996 a él no lo despertó el habitual grito de guacharaca sino el silbido de tres Súper Tucano de ataque ligero. La primera explosión retumbó al otro lado de la montaña, hacia el Cacarica, la segunda en Domingodó. Con miedo a que la tercera estuviera reservada para él y su comunidad, coordinó la huida en minutos. En el desplazamiento un grupo de paramilitares los interceptó; a él lo arrastraron a culatazos. Cuando le quitaron la venda de los ojos tenía enfrente a Carlos Castaño, el máximo jefe ‘político’ de las Autodefensas Unidas de Colombia.

“Quería saber dónde estaban los campamentos de las FARC, yo no dije nada porque no sabía nada… Es que acá todos hemos sido campesinos, la guerrilla ha pasado por estos corredores, claro, una vez acamparon y luego siguieron, entonces, desde que uno no les diga nada, con uno no se meten”, explica Edgardo sin entender todavía, 20 años después, como esa vez los paramilitares no lo mataron.

A él, las canas le contrastan con su piel oscura. Vino al Bajo Atrato a finales de los ochenta, en los tiempos de la bonanza marimbera. Después de la Operación Génesis, Edgardo fue el primero en volver a Río Ciego. Esa vez trajo consigo las banderas y las clavó a un costado de la cancha de futbol. “Hemos retornado 60 familias [de las 120 iniciales] y esperamos otras tres el año siguiente”.

En el Urabá chocoano hay una mezcla de paisas, afros, costeños, indígenas y chilapos, que es como le dicen a la gente de Córdoba. La conversación con Edgardo se sucede bajo una higuerilla. Sobre el árbol, a siete metros de altura, dos Embera mueven el teléfono celular para captar señal.

Elecciones comunitarias

El padre claretiano Francisco Rodríguez también ha sido clave en el proceso del Salaquí. Tiene 29 años, y los últimos seis se los ha dedicado a trabajar con las comunidades del Bajo Atrato. El 8 de diciembre llegó junto a Colombia Plural a Río Ciego para desempeñarse como garante en la elección de representante legal de Consejo Comunitario. La razón de hacer una elección en los confines de estos bosques es simple: apoyar con presencia organizativa a las familias que tomaron la decisión de regresar.

Apolinar vino en representación del Guineo, Julia y su esposo de Coco-Arenal. En total, son 11 las comunidades de todo el río las que se presentaron. No son muchos, pero saben a qué fueron y a qué se enfrentan.

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Del criterio del elegido dependerá la administración de proyectos de inversión sobre el territorio, los permisos de explotación maderera y la función que preocupa a todos: mediar los pleitos por la tierra derivados del retorno en pleno proceso de implementación de los acuerdos de paz entre el Gobierno y las FARC.

Una vez se instala la Asamblea, Francisco se levanta de su silla e interviene: “No olvidemos que estamos ante una desmovilización de las FARC. Nos compete a nosotros asumir ese desafío desde ya, porque muchos terminarán en las comunidades y estamos en la obligación de velar porque esa reinserción no sea conflictiva, tenemos que ayudar en ese proceso”. La gente aplaude.

Francisco explica que últimamente llegan a las comunidades guerrilleros vestidos de civil para tantear el terreno y tratar de generar relaciones con la gente. En el pueblo se dice que la presencia del Frente 57 de las FARC en los ríos de este margen del Atrato evitó la usurpación masiva de tierras como en otras zonas. La apreciación está lejos de ser un guiño para los guerrilleros, pues muchos de los testimonios los señalan como victimarios y algunas comunidades aún esperan que pidan perdón por algunos líderes asesinados.

El padre termina su discurso y sale a tomar aire. A su lado está Olga Ramos. Lo que más recuerda ella del desplazamiento es haber visto a una mujer dando a luz en medio de una carretera y una nube de zancudos. Olga aún no tiene la certeza de regresar, sus hijos se encuentran estudiando en Riosucio, y la escuelita de Río Ciego, reconstruida en los últimos años, no tiene bachillerato.

Bajo un platanal se martillan las paredes de madera de una nueva casa. Será la de Luis Gonzaga. También tomó la decisión de volver.

Antes de la elección no hay orden del día. La gente levanta la mano y opina. Una joven de 24 años se levanta y rinde un informe sobre las ayudas disponibles para las familias. Es la secretaria de la Asociación de Comunidades del Bajo Atrato (ASCOBA). En 2010 un grupo de mujeres de Riosucio ganó el Premio Nacional de Paz. Con parte del dinero se propusieron apoyar con semilla y herramientas a las familias que tomaran la decisión de volver a su monte.

La cosa funcionó y se ha ido creciendo más por gestión comunitaria que por ayudas del Estado. Al lado de la cocina colectiva hay una trilladora de arroz. “Sólo Dios sabe cómo la trajeron”, dice Francisco; en su base, un tendido de vainillas de cereal se extiende por varios metros. En cosecha se pueden bajar hasta cuarenta costales llenos de arroz a vender al pueblo junto con el plátano y la madera.

-¿Han renunciado al retorno algunos por temor?

-Claro, pero nosotros decidimos regresar así nos costara más muerte, contesta Edgardo.

Según él, desde 2003 el narcotráfico se disparó en la región.

-Lo más importante- concluye- es fortalecer la economía de la comunidad para no caer en la tentación de sembrar coca y seguir alimentando esos grupos.

Termina la Asamblea en un Bajo Atrato turbio e incierto. El asesinato de líderes no para.  En medio de todo, acá, hay razones para vaciar un par de botellas de ron. Al final del día la arenga colectiva es un tatata-tututu difícil de entender para un citadino pero común en las entrañas de estas tierras. Es la gente del Salaquí a quien la guerra le quitó todo… menos el coraje.