Esto es lo que le cuesta el ‘No’ a la Colombia rural

El voto en el plebiscito tiene consecuencias inmediatas: se frenan inversiones, las soluciones a la concentración de tierras y la salida a la exclusión del campesinado

Los expertos de la conocida como Misión Rural del actual Gobierno, que recorrió el país y realizó la radiografía del agro colombiano, fue demoledora: el 60% de los municipios colombianos y el 30% de la población es rural y el 90% de las personas que habitan el área rural más dispersa es pobre y vulnerable.

Poco antes, el Tercer Censo Agrario, que se hizo con 44 años de atraso, dejó clara la fotografía de la profunda injusticia agraria que hoy, en 2016, sigue asfixiando a Colombia. Un 0,4% de los propietarios acumula el 46% de la tierra productiva mientras el 70% de los pequeños propietarios (con hasta 5 hectáreas) sólo posee el 5% de la tierra cultivable. Es más, del total de productores agrícolas, sólo el 17% tiene maquinaria a su disposición. ¿Adivinen quiénes son? También calculaba la pobreza rural media en un 44,7%. Es decir, nacer campesino es comenzar la vida, como mínimo, 2,5 veces más pobre que el resto de colombianos.

El Acuerdo Final para la Terminación del Conflicto y la Construcción de una Paz Estable y Duradera, el que los partidarios del NO lograron congelar en la votación del plebiscito celebrado el domingo, dedicaba su primer capítulo a la denominada como Reforma Rural Integral (RRI), 22 páginas de medidas y reformas que si bien no conformaban una reforma rural integral sí suponían fuertes inversiones para el campo. Reformas que debían abordar cuestiones como la propiedad sobre la tierra y particularmente su concentración, la exclusión del campesinado y el atraso de las comunidades rurales. ¿Qué pasa ahora con todo ello?

El Gobierno no necesita del plebiscito para implementar las medidas incluidas en el acuerdo, pero la ajustada victoria del No en la consulta vinculante deja todo en suspenso hasta que las élites del Gobierno y del Centro Democrático de Álvaro Uribe pacten en una mesa en la que no habrá invitados adicionales. De hecho, el presidente, Juan Manuel Santos, ha insistido varias veces en que la Reforma va adelante con o sin acuerdos, pero la realidad contradice las declaraciones.

Es cierto que el Gobierno ha reformado la institucionalidad del agro, al liquidar el Instituto Colombiano de Desarrollo Rural (Incoder) y haber creado de la Agencia de Desarrollo Rural, la Agencia Nacional de Tierras y la Agencia para la Renovación del Territorio. También mandó al terreno a la llamada Misión de Transformación del Campo (Misión Rural), un equipo de expertos que elaboró una estrategia para dar un vuelco a lo rural que necesitaría de un presupuesto anual de 13 billones de pesos durante 15 años (un 0,7% del PIB en nuevas inversiones y una reasignación de recursos ya existentes). Pero, de momento, todo es papel. Y el papel aguanta casi todo. Lo que esperaba el Gobierno era financiar las políticas recogidas en el Acuerdo con el presupuesto especial que abonaría el terreno del postconflicto. El No, de momento, cierra las puertas a cualquier aporte externo.

La Reforma Rural Integral

La RRI pretendía avanzar en la solución de algunas de “las causas históricas del conflicto, como la cuestión no resuelta de la propiedad sobre la tierra y particularmente su concentración, la exclusión del campesinado y el atraso de las comunidades rurales, que afecta especialmente a las mujeres, niñas y niños”.

Por eso, la primera medida era la creación del Fondo de Tierras, que dispondría de 3 millones de hectáreas en los próximos 10 años. La campaña del No insistió en que este era el paso previo a la expropiación masiva de tierras trabajadas “honestamente por campesinos”. Sin embargo, el acuerdo especificaba que estos 3 millones de hectáreas provendrían de la extinción judicial de dominio, de baldíos indebidamente ocupados, de la actualización y delimitación de la Reserva Forestal, de tierras inexplotadas, de tierras donadas y, solamente como una de las fuentes, de tierras adquiridas o expropiadas por motivos de interés social o de utilidad pública.

Además, el acuerdo preveía de un “subsidio integral” para la compra de tierras y de una línea de crédito para compra de tierras para mujeres. La RRI iba a priorizar, en esta política pública de acceso a la tierra, a las mujeres rurales, a las mujeres cabeza de familia y a la población desplazada. No parece una revolución “castrochavista”, pero esto, de momento, queda parado.

También quedan en suspenso los planes de vivienda, asistencia técnica, capacitación adecuación de tierras, diseño de proyectos productivos o comercialización que debían acompañar a la política de adjudicación para así no dejar solos en el proceso a los campesinos o campesinas de las zonas más afectadas por el conflicto, que eran prioritarias para el Acuerdo.

Si el primer punto era el del Fondo de Tierras, el segundo en importancia tenía que ver con la formalización de unos 7 millones de hectáreas de pequeños y medianos campesinos que habitan y trabajan la tierra sin tener títulos de propiedad legales. El plan era nacional pero también priorizaba a los predios ubicados en las zonas donde se pusieran en marcha los Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET) y las Zonas de Reserva Campesina.

Nadie que se beneficiara de todas estas medidas podía vender o enajenar estas tierras en un plazo de 7 años. Tampoco podían ser embargadas durante este tiempo.

La idea era que todas estas acciones de entrega y formalización de tierras se implementaran al mismo tiempo que, en dos años, el Gobierno diseñaría una zonificación ambiental que delimitara la frontera agrícola y evitaría la depredación ambiental, así como nuevos conflictos desprendidos de la colonización.

Hay que recordar que la propia dependencia oficial de Acción Social calculaba que los desplazados habían dejado tras de sí unos 6,8 millones de hectáreas y si confiamos en el Movimiento de Víctimas de Estado (Movice) subiría hasta 10 millones. La contrarreforma rural de la guerra (fundamentalmente la desarrollada por los paramilitares y la parapolítica) iba a ser atendida sólo de forma parcial porque, de hecho, la restitución de tierras obligada por la ley de Víctimas de 2011, va a paso de tortuga.Según el Observatorio de Tierras, en su primer informe de 2016, la Unidad de Restitución de Tierras ha recibido en cuatro años largos de vigencia de la ley unas 87.000 solicitudes de las que sólo han logrado sentencia judicial unas 3.300. Traducido: de los millones de hectáreas por restituir sólo hay sentencia para 180.000 hectáreas y la mayoría de las sentencias no han sido efectivas. El abismo entre el papel de la ley y la realidad vuelve a ser de dimensiones bíblicas.

Las deudas del Estado

El acuerdo preveía –aunque son obligaciones apenas razonables para un estado con presencia en todo el territorio- la creación de un Sistema de Información Catastral serio y riguroso y un impuesto predial progresivo. Aunque parece una broma hablar de un Catastro actualizado en 2016, lo cierto es que Colombia no cuenta con él y esa situación ha beneficiado a los acumuladores de tierra y a aquellos que han empujado los procesos de despojo.

Buena parte de los acuerdos firmados en La Habana y que tienen que ver con lo rural no son sino obligaciones naturales del Estado y que han sido sistemáticamente incumplidas. Por ejemplo: la inversión en vías de acceso, en infraestructura de riego o en la conectividad eléctrica, telefónica y de internet. Por ejemplo: un Plan Nacional de Salud Rural, un Plan Especial de Educación Rural o un Plan de Construcción y Mejoramiento de la Vivienda Rural.

Estos son los “escandalosos” acuerdos de La Habana que entregaban el país a la guerrilla y que, ahora, al no implementarse (y, fundamentalmente, al no recibir el Estado una fuerte inyección financiera con la disculpa del postconflicto) pueden condenar a la población rural de Colombia a unas cuantas décadas adicionales de exclusión. La Misión Rural fue más dura en la cuantificación de la pobreza rural (entre el 49 y el 55% dependiendo de la zona) y de la exclusión (hasta un 60,9% de exclusión acumulada).

El No a los acuerdos también fue un No a estas campesinas y campesinos del país. Quizá por eso, triunfó el No en zonas ganaderas como Caquetá, Casanare o Meta de gran concentración de tierras, y perdió en zonas de pequeños propietarios empobrecidos como las costas del Pacífico y el Atlántico, Putumayo o Cauca. El mandato constitucional del Presidente le faculta a que su gobierno implemente, entre otros, el punto número uno de los Acuerdos. Hay que esperar a ver si la presión política no paraliza la acción administrativa estos dos próximos años.