Veinte días después, Duque no aparece por el Cauca

La Minga indígena es más que una protesta. La tenacidad de los pueblos indígenas, a los que se han sumado campesinos y estudiantes, es lo más parecido a un juicio político a un presidente, Duque, que se niega a viajar al Cauca para escucharlos.

Pasando Santander de Quilichao la Panamericana es una ruta fantasma. No cruza un sólo vehículo, no hay buses ni camiones. Pasan motos que se aventuran con campesinos de la zona, o algunos caminantes esporádicos, la mayoría grupos de venezolanos que van a pie hacia el Ecuador con los niños de brazos y esos morrales aparatosos inconfundibles. La Panamericana es una carretera infartada desde el martes 12 de marzo, cuando veinte mil indígenas y campesinos del suroccidente del país que acampaban en las montañas cercanas se volcaron a taponarla tras una nutrida asamblea el día anterior en la vereda El Pital, del municipio de Caldono.

Lee la entrevista con Aida Quicué desde El Pital

Entre el primero de los bloqueos, en el paraje de La Agustina antes de Mondomo, y el último, junto al río Ovejas, hay por lo menos seis kilómetros con más de cien barricadas taponando la vía. Aunque hay bloqueos antes y después de Mondomo, el pueblo está bajo control absoluto de la Policía, que patrulla con fusiles y dos tanquetas del Escuadrón Móvil Antidisturbios (ESMAD). Los policías requisan cuanto vehículo aparece y suelen detener también a los caminantes. Apenas trescientos metros más adelante, sobre el río, hay una gran barricada donde son los indígenas quienes detienen a las motos y hacen requisas. Las comunidades además han realizado bloqueos en el municipio de Suárez -sobre una vía alterna a Popayán-, en Cajibío y en el departamento del Huila. Cualquier cosa sirve para levantar una barricada: costales con tierra, ramas y troncos, arrumes de piedra y arena, alambrados de púa, losas arrancadas de la carretera que se convierten en murallas, matas de plátano secas y hasta dos contenedores de tractomula que quedaron atravesados desde la noche de los primeros taponamientos, hace ya 17 días. Este 28 de marzo algunos manifestantes completan tres semanas de movilización acampando en la zona. Todos dirán lo mismo: esperan que el presidente, Iván Duque, aparezca para hablar con él frente a frente.

El Presidente nos está midiendo la fuerza”. Eso cree Eldemir Dagua, un comunero nasa de Jambaló con su bastón y su pañoleta rojiverde. “Hay un pulso entre dos partes: el presidente y los mingueros, él dice que no dialoga mientras haya vías taponadas, nosotros decimos que él tiene que venir aquí, hacer presencia. En algún momento tendrá que atendernos, la minga no tiene afán, la minga va para largo”.

La mayoría de cabildos del departamento del Cauca, agrupados en el Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC), se levantaron en minga permanente desde el 9 de marzo para exigirle al gobierno nacional el cumplimiento de los acuerdos aplazados. También piden participación en el nuevo Plan de Desarrollo, que aseguran fue redactado sin tenerlos en cuenta. A la movilización se han sumado sectores campesinos y estudiantiles, también comunidades indígenas de Caldas, Huila, Valle y Tolima.

Duque –mal asesorado, creen algunos; terco y soberbio, dicen otros– se niega de plano a viajar al Cauca. A la asamblea del 11 de marzo en El Pital, donde se le esperaba, en su lugar llegó la ministra del Interior, Nancy Patricia Gutiérrez, quien lo excusó por “motivos de agenda”. Cuando la ministra, después de casi dos horas de deliberaciones telefónicas, dijo que ella no podía llegar a acuerdos con la minga, los comuneros clausuraron la asamblea y se lanzaron a taponar la vía a las cinco de la tarde. El martes 12, el día de la hora cero, la Panamericana amaneció paralizada por completo. A las cuatro y media de la madrugada veinte mil indígenas y campesinos se volcaron a la carretera, sobre las ocho el ESMAD comenzó a alistarse y media hora más tarde empezaron los enfrentamientos que se prolongaron hasta la noche. Ese día hubo centenares de heridos, varios de gravedad, como el comunero de Riosucio (Caldas) al que la policía le disparó una recalzada que explotó contra su abdomen reventándolo, por eso tuvo que ser trasladado a Popayán, donde lo operaron de urgencia.

En otros puntos de concentración, las arremetidas del ESMAD fueron más fuertes, pues el número de manifestantes era de apenas unos pocos miles o incluso de centenares, como ocurrió en Cajibío, donde el ESMAD golpeó a los campesinos y además quemó las cámaras y herramientas de trabajo de un periodista de Colombia Informa.

Hubo choques aislados durante otros dos días. En La Agustina los disturbios dejaron un patrullero muerto en circunstancias que aún no han sido aclaradas. Allí algunos testigos escucharon ráfagas de fusil disparadas desde una loma aledaña a la carretera, el resultado fueron cuatro indígenas heridos. El gobierno habló de las disidencias guerrilleras que supuestamente habían infiltrado a la minga, los indígenas atribuyeron la muerte del patrullero a las recalzadas y artefactos explosivos que usa la misma policía, y denunciaron que en el medio del ESMAD había hombres de civil con armas largas. Así iban las cosas hasta que el jueves 14 ocurrió el primer acercamiento con el Comisionado de Paz, Miguel Ceballos, quién llegó hasta El Pital, uno de los puntos de concentración. Ceballos sostenía que los indígenas no podían exigir un debate con el Presidente, porque el espacio natural de ese debate debía ser el Congreso de la República, donde ellos ya contaban con dos representantes.

Después de un tire y afloje de que duró una semana, al fin el presidente Duque envió el jueves 21 por la tarde a una delegación encabezada por el Comisionado Ceballos y la ministra del Interior, Nancy Patricia Gutiérrez. Esa delegación sostuvo conversaciones con la comisión política de la minga durante cinco días, pero el miércoles 27 la ministra Gutiérrez se levantó de la mesa acusando a los indígenas de ser unos “secuestradores” luego que estos retuvieran a un militar armado y vestido de civil que intentó infiltrarse en los bloqueos. Aquello ocurría en medio de fuertes señalamientos de infiltración de la protesta por disidentes y delincuentes, a los que la consejera Aida Quilcué respondió: “La minga es indígena, es popular, aquí no hay delincuentes, aquí no hay terroristas. Si la seguridad del gobierno no funciona aquí tenemos a la guardia indígena para controlar”. Y claro que la minga está infiltrada, pero por miembros de la Fuerza Pública: la guardia indígena ha capturado dos policías y siete soldados de civil que de una u otra forma han tratado de colarse entre los manifestantes. El último de ellos fue el que motivó la bravata de la ministra.

No era el primer militar retenido en circunstancias similares pero aquello resultó el pretexto perfecto para romper los diálogos, lo que dio comidilla a todos los noticieros. Aunque los comuneros entregaron al soldado a una misión de la Defensoría del Pueblo y la Organización de Estados Americanos (OEA), y aunque el soldado mismo aclaró ante las cámaras que “nunca estuvo secuestrado”, las negociaciones quedaron en un punto muerto desde entonces.

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Visiblemente exaltado, el senador por el Centro Democrático Carlos Felipe Mejía sostuvo el 26 de marzo durante un debate en el Congreso que los indígenas eran “unas minorías” auspiciadas por la izquierda radical llevando a cabo un plan de desestabilización orquestado por el gobierno del ex presidente Juan Manuel Santos. Su compañera de partido María Fernanda Cabal los tildó de perezosos que no querían trabajar y sólo aspiraban a vivir de la teta del Estado. La violencia de tales afirmaciones racistas y cargadas de oscurantismo son el revés de la actitud que ha tomado el Presidente frente a la crisis: su postura, que parece diplomática y disuasoria, en el fondo revela un profundo desprecio por los pueblos movilizados. El 27 de marzo, medio centenar de congresistas de la oposición se reunieron fuera de la Casa de Nariño para pedirle a Iván Duque que viajara al Cauca. Duque ni siquiera quiso recibirlos.

Los indígenas, que aguardan junto a sus cambuches y cocinan en pailas unos sancochos gigantescos, han convertido la protesta en un juicio político al nuevo gobierno: junto a los fogones mantienen siempre atentos de la emisora y las noticias. Dicen que ya no quieren pelear por más o menos hectáreas, que no van a firmar otro acuerdo para que se amontone encima de los más de mil documentos incumplidos que han quedado de todas las mingas y protestas anteriores. Dicen que están acá para enfrentarse al fracking y al despojo de tierras, que rechazan el asesinato de líderes sociales y el desmonte de los derechos civiles. Dicen que respaldan el proceso de paz y que van a exigirle al gobierno su cumplimiento. Dicen que sus territorios están amenazados por el extractivismo y el fantasma de esa guerra que algunos sectores de ultraderecha quieren resucitar. Dicen que si los territorios están en peligro, la vida de todos está en peligro. Y aseguran que no se moverán hasta hablar de todo esto directamente con el Presidente.

“Ese pulso político lo estamos ganando”, sostiene el consejero Neis Oliver Lame, uno de los voceros que negocia con el gobierno. La Panamericana completó diecisiete días bloqueada y las pérdidas superan los 45 mil millones de pesos, no obstante el Presidente porfía en su negativa a sentarse a la mesa con los voceros de la protesta.

El 27 de marzo, mientras la guardia indígena levantaba las barricadas para que entraran las camionetas de la Misión de la OEA y la Defensoría del Pueblo que llegaban a recoger uno de los soldados retenidos, la muchedumbre gritaban a todo pulmón: “¡Díganle a Duque que venga al Cauca, díganle a Duque que lo estamos esperando!”.

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La chirimía tiene tambores, flautas, un charango y canta en la mitad de la carretera con un corrillo de personas: “Por qué no buscamos gente y nos vamos a sembrar a las tierras de ese rico que las tiene haciendo nada”.

Por estos días la confrontación parece un carnaval: hay bafles con música y campeonatos “milenarios” de microfútbol, hay jornada de pintura con pancartas y camisetas, danzas típicas, hombres y muchachas y muchachos que juegan futbol entre las barricadas, que toman chicha y cargan sus chirimías para cualquier lado. La minga es un gran combate, pero también una gran fiesta: allí suceden el enamoramiento y los compromisos, allí se encuentran los viejos compadres venidos desde tan lejos para conversar sobre la última cosecha, allí se fundan y se renuevan las amistades, los vínculos. Los indígenas nasa, que son mayoría en esta protesta, son un pueblo que ha hecho de la confrontación su forma de existir sobre la tierra. Un pueblo así puede ser derrotado muchas veces, pero hace de la derrota el comienzo de la próxima campaña. Nacen, crecen y viven con la certeza de que son actores importantes y decisivos en la política nacional. Saben que son protagonistas de la historia. Saben que medio país está pendiente de ellos en estos momentos, y actúan en consecuencia.

Pasando Santander de Quilichao la Panamericana es una ruta fantasma. No cruzan vehículos, no hay buses ni camiones. El black hawk del ejército rodea el cielo varias veces al día, la gente espera los gases lacrimógenos, la guardia indígena atisba si viene la tanqueta que no todavía no llega. Pero detrás de aquella anormalidad aparente se oculta otra cosa. Los campesinos salen todos los días a secar el café y el almidón de yuca al lado mismo de las barricadas, los muchachos le siguen dando a la pelota, la chirimía vuelve a resonar, como si acá no pasara nada, como si esto no estuviera a punto de convertirse en cualquier momento en una batalla campal.

Ahí, parece estar la clave de todo: estos pueblos han hecho de la anormalidad que supone la lucha su estado de normalidad permanente, los han forzado a ello. Lo mismo podrán aguantar una semana que tres meses. Lo mismo podrán salir a bloquear la carretera un año y al otro y al siguiente también, porque llevan décadas en esto. Es la paciencia india contra la soberbia torpe de los poderosos ¿Cuánto tiempo puede aguantar el Presidente? Nadie sabe, pero cada día que pasa juega en su contra.