Los silencios de Riosucio
En Riosucio todo sucede a orillas del río Atrato: las labores domésticas, el enamoramiento y los negocios. Sobre todo los negocios. Una lancha colmada de madera llega. El dueño de un barco tan grande como un doble troque se acerca y le pone precio a la carga. Dos manos se estrechan. Tres negros desfilan lentamente con los tablones hacia el interior de la nave. Cada pieza cuesta lo que tres cervezas nacionales. Cuando zarpen hacia Turbo valdrán el doble. Una vez en Cartagena, el triple.
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Esta es una región rica en recursos, una región colosal. Sobre todo colosal. Tanto que muchos de los desplazados que han llegado a Riosucio piensan que sus comunidades quedan en lugares lejanos, que las anteceden variados paisajes y extrañas costumbres, como si el Chocó fuera un país que limita al occidente con el Océano Pacífico, al sur con Ecuador, al norte con Panamá y al oriente con Colombia. El pueblo queda a mitad de camino entre Quibdó y el Golfo de Urabá, en el Atlántico; lo rodean vías fluviales que llegan incluso al Pacífico.
Aquí todo es silencioso, hasta el río cuando se desborda bajo las casas, ocupando todo, confiriendo a la gente un estilo de vida anfibio. Los niños chapotean en aguas de color tierra. Los hombres se sientan a la sombra para soportar el calor, las mujeres van y vienen a todas partes en un hormigueo incesante. Todo fluye hasta que se pronuncia la guerra, una palabra que al ser verbalizada atrae atención y rechazo como un cristal roto. Riosucio pareciera ser la síntesis de un país en transición, no se habla de lo importante pero se maldice la incertidumbre: la de no saber si lo que trae el Acuerdo de Paz entre las FARC y el Gobierno de Juan Manuel Santos será vuelos de palomas o esquirlas de granada.
(Imágenes tomadas en Riosucio en 1997 por Paul Smith. Junto a la marcada presencia paramilitar los controles policiales en el río Atrato)
La gente desengañada habla poco. El principio de realidad de esta comunidad no se disuelve en recuerdos dolorosos. Más arriba del río que baña Riosucio está Bojayá, en ese lugar en el 2002 cientos de personas “protegidas” en la iglesia invocaban a Dios mientras una pipeta de gas de las FARC les caía del cielo. Algunos de las víctimas viven ahora en este pueblo. El dolor y la memoria están interconectados en este río de resistencias.
Grupos de mujeres con sombrillas de colores compran comida y entran a la iglesia, son la alegoría de una sociedad patriarcal. Ahí adentro se resuelven la mayoría de problemas domésticos y comunitarios. Sin cita previa, sin derechos de petición, basta persuadir al párroco claretiano y listo.
Durante siglos la iglesia católica ha puesto más esmero en penetrar estos territorios que el mismo Estado, de modo que la guerra la obligó a tomar partida. Se fueron con la gente. Si algo debe decirse de los misioneros en estos lares es que no solo hacen proselitismo religioso, también le ponen pecho a los actores armados. Durante el desplazamiento masivo de principios de 1997, los claretianos coordinaron la llegada de las familias en Pavarandó.
Por esa época, el Frente 57 de las FARC era el rector de buena parte de la vida de los veintiocho mil habitantes de entonces, hasta que los paramilitares, con la ayuda probada del Ejército Nacional, replegaron a los guerrilleros hacia zonas selváticas de Chocó. En esas décadas de ocupación fariana del Bajo Atrato se habían creado sinergias que rápidamente los paramilitares asociaron con las Juventudes Comunistas de Urabá y con otras organizaciones sindicales surgidas del apogeo bananero. El que no alcanzó a huir, tuviera o no alguna relación con los insurgentes, fue exterminado.
El paramilitarismo llegó para hacer nido. En 20 años de control, de zozobra y de pobreza, la población disminuyó a casi 16.000 mil habitantes. Los violentos se ensañaron con el poblado más importante del Bajo Atrato. Al cabo del narcotráfico, los pactos oscuros y de un proceso de paz con el Gobierno de Álvaro Uribe llamado ‘Justicia y Paz’ hay más millonarios que gente presa; los reductos armados de esa ‘desmovilización’ se multiplicaron. El fracaso de ese contrato lo pagan pueblos como este.
Para mimetizar tamaña sensación de impunidad, el Estado convino en renombrar el fenómeno del paramilitarismo: bandas criminales (Bacrim), Clan Usuga o Clan de Golfo. Un apellido clave, una geografía estratégica. Los negocios requieren cierto grado de descaro. Mucho más los derivados de la guerra. Después de tanto, los detentores materiales de esa enorme transacción de muerte por tierra acudieron al recurso que más le ha permitido la sociedad colombiana: el cinismo semántico e ideológico. Se inventaron en simultáneo las Autodefensas Gaitanistas de Colombia -AGC-.
La coca, la palma africana y el ganado
La comunidad explica que el tráfico de cocaína se multiplicó con esa intervención conjunta entre el Estado y los paramilitares. Las tierras de los desplazados pasaron a ser suntuosos cultivos de palma africana y extensas planicies de ganado.
Pero un sector de las FARC se niega a salir de la escena. En Cacarica lo sufren. Allá se han registrado dos enfrentamientos entre las FARC y las AGC en el último año, según testimonios locales. Eso sí, la coerción de la guerrilla hacia las comunidades se convierte en un recuerdo. Algunos lo celebran, otros no. La Defensoría del Pueblo advirtió sobre el nivel de riesgo de esta comunidad por la presencia de bandas criminales. El actual alcalde Municipal, Luis Enrique Mena, del Partido de la U, no respondió a las llamadas ni estaba en su despacho a la hora de concretar este reportaje.
En las montañas, los cultivos de coca y laboratorios para el procesamiento de clorhidrato son conocidos. ‘Los jefes’ pagan por el transporte de droga desde Riosucio hasta Panamá, por el Tapón del Darién; reclutan jóvenes en las comunidades alejadas para trabajar en el negocio. Las AGC vacunan a cambio de protección a los primeros como al resto de comerciantes legales. ¿De quién los protegen en una región bajo su control?
Para los líderes y lideresas del Bajo Atrato, lo pactado en el Acuerdo de Paz entre el gobierno y las FARC no va a evitar que las disidencias guerrilleras se disputen una ruta del narcotráfico que guarda similitudes geoestratégicas con la del Bajo Mira, en Nariño, o el Catatumbo, en la frontera con Venezuela.
En la tarde, un grupo de militares compran cigarrillos, mientras el pueblo entero holgazanea después del almuerzo. El año pasado, esa institución incautó 13.834 kilogramos de clorhidrato según la Oficina de Naciones Unidad contra la Droga y el Delito. Una cantidad simbólica si se confía en los testimonios locales, que afirman ver lanchas con motores de 250 caballos de fuerza atravesando el río hacia el Golfo de Urabá. En el imaginario social esas potentes máquinas sólo pueden ser para el tráfico de drogas.
Las autodefensas han posicionan su poder con miedo y panfletos amenazantes. En los últimos dos meses fueron asesinadas tres personas en el municipio, uno de ellos tenía 13 años. “Así se hacen sentir” con la población. Al foráneo ‘blanco’ le asignan un hombre malencarado que le pasa revista de pies a cabeza y hace preguntas suspicaces. En las calles, el silencio no decretado permite incluso que los paramilitares vestidos de civil puedan cruzar el saludo con algunas personas ataviadas con chalecos de la cooperación internacional.
Después de las diez de la noche, nadie sale, hay toque de queda de las AGC. Las preguntas sobre el conflicto armado se contestan a esa hora; en la calle oscura y tibia donde el silencio grita.