Los motivos de la minga: «Somos distintos porque queremos la vida»

La mayoría de las coberturas de la Minga que ha paralizado el Cauca durante 29 días se han centrado en los sucesos y han alimentado el racismo. La Minga tenía -tiene- motivos de fondo, estructurales, siempre aplazados o burlados por el Estado. Conócelos.

“Si tienen vaquitas tráiganlas, si no tienen reúnan platica, porque esta pelea no es para la organización, es para la misma gente”. Eso decía un comunero indígena el 30 de abril en el patio de la vieja casona en Monterilla, mientras discutía con sus compañeros el futuro de la movilización que entonces cumplía tres semanas. “El discurso de la minga indígena no puede ser indigenista”, afirmaba, “¿por qué no hablar de la Justicia Especial para la Paz, de Santurbán, de Hidroituango?”. El sábado 6 de abril, después de 29 días de movilización, y tras una semana de arduas negociaciones, la comisión política de la Minga social por el territorio, la vida y la paz pactó con los delegados del gobierno nacional los primeros términos de un acuerdo que implica el desbloqueo parcial de la vía Panamericana a la espera de la visita del presidente de la República, Iván Duque, quien deberá refrendar los acuerdos y asistir a un debate público con los mingueros, hombres y mujeres que al decir del consejero Nelson Lemus llegaron allí para “juntarse, untarse de barro, estar en la lucha”.

Todo el despliegue mediático alrededor de la protesta se ha centrado en las pérdidas económicas y los hechos de violencia ocurridos durante el último mes, poco ahonda en las causas profundas que motivaron la movilización de 29.000 indígenas y campesinos. La narrativa de la ultraderecha ha simplificado el debate reemplazando los argumentos por acusaciones insidiosas, insultos racistas y tergiversaciones, como cuando ciertos congresistas insisten en que los indígenas son los “mayores terratenientes” del país, o que “quieren todo regalado”. Poco se habla de las deudas históricas del Estado colombiano con estas comunidades.

A partir del primero de los grandes bloqueos de la vía Panamericana en 1999 para exigir el cumplimiento del Decreto 982 que declaraba la emergencia social, ambiental y cultural de los pueblos indígenas, hasta hoy, la lógica suele ser igual: algún ministro viaja a calmar los ánimos. Discute, promete, firma, posa para la foto, luego todo se atasca entre la indiferencia y el incumplimiento institucional. “Del 99 acá ha habido muchos acuerdos, pero como dijeron por ahí, son acuerdos de carretera: cada gobierno que ha llegado lo ha considerado como algo que está en un acta pero que no es vinculante”, piensa Joe Nilson Sauca, consejero de Derechos Humanos del Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC). “¿En qué cambia esta movilización? En que en medio de todo ese trasegar las organizaciones han madurado, frente a sus propuestas, frente a los planes de vida. Hoy tenemos una política propia construida, que el gobierno nunca la ha hecho, pero nosotros sí desde el esfuerzo propio. Lo que necesitamos es el impulso para que eso se afiance. No es sólo un asunto presupuestal: es una política para los pueblos, que debe sostenerse en el tiempo”.

Las comunidades reclaman la autonomía que les pertenece por ley, pues no confían en las instituciones y asumen que deben ser guardianes de su tierra: son ellos quienes habitan el territorio ¿por qué no pueden definir el ordenamiento y los lineamientos dentro de él? En ese sentido, Erika Giraldo, del Consejo Regional Indígena de Caldas plantea que “lo más importante es que nos reconozcan como autoridades ambientales, que podamos legislar y orientar las políticas de intervención a la naturaleza en nuestros territorios”. En la práctica, eso significaría que la comunidad y sus autoridades podrían frenar los proyectos mineros y petroleros extractivos (fracking incluido, por supuesto) que amenazan sus resguardos. “Hoy tenemos temor, mire el caso del Macizo Colombiano: son veinte mil hectáreas, es que no es un poquito, veinte mil hectáreas que están concesionadas para explotación de oro y otros minerales”, puntualiza Joe Nilson Sauca, haciendo eco de las denuncias que han formulado otros sectores como las organizaciones campesinas agrupadas en el Comité de Integración del Macizo Colombiano, también participantes de la Minga.

 

Pero el debate tiene un fondo mayor que se adentra en la vieja discusión sobre la autonomía. Aquella es una de las primeras reivindicaciones del CRIC, desde aquellos tiempos cuando fue fundado en una asamblea en Toribío en 1971, e implica la idea central de que los pueblos indígenas pueden ser Estado dentro de sus territorios, con una visión diferente del desarrollo. “No estamos de acuerdo con un plan de desarrollo que está enfocado meramente al capitalismo neoliberal, creemos que aquí hay otros y otras que pensamos distinto: campesinos, afros, indígenas”, explica el consejero del CRIC Nelson Lemus, uno de los miembros de la comisión política que estuvo al frente de las negociaciones con el gobierno. “Y pensamos distinto porque queremos la madre tierra. Pensamos distinto porque queremos una producción sana, sin agrotóxicos. Somos distintos porque queremos proteger el agua y no queremos el fracking para la extracción de petróleo. Somos distintos porque queremos la vida, la biodiversidad, y no queremos un proyecto de muerte donde se enriquezcan unos y otros nos volvamos cada vez más pobres”.

Aunque hay dos caras de esta posición: una que busca la autonomía absoluta, que no cree en el Estado y propugna por construir desde abajo un modelo propio, desvinculado de las lógicas capitalistas, y otra que aspira a presionar las instituciones por medio de la movilización para insertarse dentro del aparato estatal. “Un debate político con el gobierno es decirle, oiga, no será que le va mejor ayudándonos a nosotros y nosotros hacemos Estado, en lugar de perseguirnos”, pregunta el senador Feliciano Valencia, quien fuera uno de los principales líderes de las mingas y ocupaciones de fincas en el norte del Cauca en las última década, y ahora hace parte de la bancada parlamentaria de oposición.

El CRIC ha dado pasos importantes en ese sentido con la creación de sistemas autónomos de salud, educación y justicia propia, que suplen las necesidades en sus resguardos aunque no cuentan con el apoyo presupuestal necesario para el funcionamiento, aquella fue la pelea que sostuvieron las mingas de 2014 y 2017. De los 4,6 billones que empezó exigiendo la movilización por todos los acuerdos incumplidos, al final de la negociación se han pactado 823.148 millones de pesos que serán invertidos en infraestructura, compra de tierras, vivienda y educación. A estos reclamos se suman los incumplimientos en materia de tierras. Los indígenas calculan un mínimo de 40.000 hectáreas (sólo en el Cauca) para solventar la crisis actual, mientras que el gobierno, como si fuera un mal chiste, ofreció 1.500.

Y, además, está la impugnación al mandato de Iván Duque, que la minga considera un retroceso en materia de libertades y derechos. “Aquí nos están matando. 57 indígenas asesinados en el Cauca desde que se posesionó el gobierno Duque. ¡Sólo en el Cauca! ¡57!”, dice el senador Feliciano Valencia. “Y el ministro (de defensa) dice ‘no hay paramilitares en el país’, pero nosotros en el Cauca vemos por la noche camionetas sin placa con gente de civil armada. El ejército no anda por las carreteras, la policía tampoco, la guerrilla dicen que se acabó ¿entonces quién anda por la región matando? Nos están matando y el gobierno no atiende”.

“Uribe quiere acabar con la JEP y llevarse toda la institucionalidad por delante”, dice el exgobernador indígena Héctor Dicué. Para el movimiento la defensa de los acuerdos de paz es un punto crucial, que fue puesto sobre la mesa tanto en el Cauca como en La Delfina. El tenue alivio que sintieron los pueblos en sus territorios con el desarme de las FARC se ha enturbiado pues nuevos grupos armados han copado las zonas, generando una zozobra e inestabilidad mayor de la que existía antes. El norte del Cauca, que fuera el epicentro de la guerra con las FARC en el suroccidente del país, ahora se ha convertido en una tierra de nadie disputada por bandas y narcos que acosan a las comunidades. “Hay varias fallas que se cometieron en la implementación de los acuerdos de paz”, asegura Feliciano Valencia. “La oferta institucional del gobierno no respondió a las expectativas de la gente, ni pudo contrarrestar la oferta de la industria del narcotráfico en la región”. Valencia señala que hay un retroceso con el nuevo gobierno que “además de atravesarse en los acuerdos de La Habana, ahora mediante actos legislativos le cerraron la puerta a un proceso público con la guerrilla del ELN. Hay muchos retrocesos que nos ponen en una situación muy difícil para avanzar en la construcción de la paz estable y duradera”.

El consejero Nelson Lemus dice que el asunto crucial es “resolver unos problemas estructurales que tiene la sociedad colombiana, como el tema de acceso a la tierra, el empleo, el tema de la productividad y la comercialización en el campo”. Pero el proceso de implementación no muestra eso, al contrario, muestra debilidades como la sustitución de cultivos de coca y marihuana, “fue el programa que menos funcionó y hasta ahora no se le ha resuelto el problema a los cocaleros y a la gente que tiene la marihuana. Incluso en Putumayo y otras regiones los cocaleros dicen que vuelven a sembrar la coca. Nosotros vemos con ojos críticos y preocupantes esta situación: el gobierno debe cumplir los acuerdos, no es tanto un problema de cumplirle a la izquierda, o a esos guerrilleros, que habrá que hacerlo, es un problema de cumplirle a una sociedad y a unos problemas estructurales”.